Tenía que tomar el microbús para llegar a la prueba. La sede del equipo estaba al otro lado de la ciudad y, con trece años, cruzarla era un gran desafío. Sin embargo, el sueño era más grande. Llevaba la vida jugando futsal y quería dar el salto. Lo soñaba: ser futbolista profesional y comerse al mundo. Lo primero era la prueba.
Cruzó la urbe completa y bajó del micro en el paradero. Entró a la sede y había decenas de niños como él. No sintió nervios, solo ansiedad. El pequeño brasileño se vistió de corto y salió a la cancha. Jugó bien, realmente bien. Hizo goles, pases, amagues y enseñó velocidad.
Fue de los mejores y así lo hicieron saber. Cuando terminó la prueba, hablaron los entrenadores y le dijeron que tenía muchas condiciones. Pasó la primera fase de selección. Debía regresar la próxima mañana para mantener la observación.

Él quedó pasmado. Desconocía que la prueba duraba dos días, y lo peor de todo es que no tenía plata para pagar de nuevo el micro. Su familia era pobre, tan pobre que el ginecólogo que lo trajo al mundo lo hizo gratis y en agradecimiento la madre lo nombró como él. Mas sabía que el fútbol era su única opción para superar la pobreza.
Con la vergüenza juvenil, pero con el coraje de la ilusión, les pidió a los profesores un préstamo de varias monedas. Eran treinta centavos, solo treinta centavos. Los adultos lo miraron incrédulos y negaron el pedido. Miles de niños matarían por jugar en el Flamengo y se las tenía que arreglar solo, dijeron.
La desazón fue total. Tomó su mochila y subió al bus para volver a casa. El día siguiente no regresó a la prueba porque encontró otra oportunidad. Un equipo que le quedaba más cerca lo fichó y le permitió crecer como futbolista.
Eso ocurrió en 1990. Cuatro años después, el joven visitó Estados Unidos y vio de lejos la obtención de una copa. Ocho años después jugó la final del torneo y la perdió estrepitosamente. Doce años más tarde de la negativa del Flamengo, ganó la Copa Mundial y fue el mejor jugador, el goleador y protagonista de un doblete en la final.
Velocidad pura y enganche mañoso eran las mejores cartas de presentación. Hizo de la bicicleta un transporte hacia la gloria. Fue siempre el de fútbol noventero con botines ajustados y caricias al balón. Respetaba al rival sacándoselo de encima y dejándole una anécdota. Cuánto central le cuenta a su hijo: «Yo marqué al gordo», con una medalla en el pecho y dos goles en contra sobre la espalda.

El mejor de todos: se comenta, no se discute. El Fenómeno, con todos los kilos de más, siempre la echó adentro.
Respetado, amado, idolatrado. Criticado, por cierto, pues la cima no perdona. Lesionado, pero eterno; hambriento de legado y de la buena mesa. El mejor de todos, el goleador absoluto, el gordo de gordos. Es Ronaldo, el jugador de treinta centavos que fue el mejor del mundo. (ALH)