Un personaje invisible presente en buena parte de su obra. Eso significa Matanzas para la joven escritora Náthaly Hernández Chávez, quien confiesa que, además de redactar, necesita de la música mientras lo hace, disfruta de otras manifestaciones, entre ellas, el séptimo arte, y todo cuanto pueda contribuir a enriquecer los saberes.
Ganadora del Premio Celestino de Cuento 2023 por su cuaderno de relatos La figura en el puente, asegura que prefiere tanto la poesía como la narrativa (de ciencia ficción o realismo) y, aunque concede importancia a los galardones, afirma que resulta fundamental sentir satisfacción por lo que se escribe.
La figura…es un libro que reúne, en siete cuentos, temáticas como «la muerte, el amor, la familia, el suicidio, los problemas cotidianos. Muchos de los protagonistas de los textos son jóvenes; la geografía matancera está implícita en la obra», precisa.
La urbe de ríos y puentes es testigo de otros lauros obtenidos por la también Licenciada en Periodismo: el Premio David de Ciencia Ficción (2021) con el volumen de cuentos Las azules colinas de Europa; Premio de Poesía Bladimir Zamora in Memoriam (2022); I Premio de Cuento Alta Literatura (2023), por solo citar algunos.
Sus textos se encuentran publicados en diversas antologías como Gotas y hachazos (Editorial Páramo, España, 2016), Versos en el horizonte de la Isla. Poesía cubana contemporánea (Ediciones Caronte, Chile, 2017), La ciudad dormida. Jóvenes narradores matanceros (Ediciones Aldabón, 2019), y Alta Definición (Editorial Primigenios, EE.UU., 2020).
«Me gusta consumir varios géneros a la vez», expresa, y menciona con orgullo al escritor estadounidense Ray Bradbury, quien la inspiró a escribir ciencia ficción y fantasía; asimismo tiene como referentes a T. S. Eliot, Paul Whitman, los autores del boom o postboom latinoamericano, los rusos León Tolstói y Fiódor Dostoyevski…
Náthaly Hernández Chávez suma actualmente a su labor, la responsabilidad de editora de textos digitales en Ediciones Matanzas, y recomienda escuchar el talento de las jóvenes generaciones, que, aunque no posean un amplio recorrido, se afanan en construir historias edificantes.
Mientras Ediciones La Luz alista la publicación del libro La figura en el puente, invitamos a leer, de forma íntegra, el cuento homónimo, uno de los siete que compone el volumen.
La figura en el puente
Pasaste de largo y diste un vistazo rápido, muy rápido, a los flamencos. Unos manchones rosados tras las rejas del micro-parque zoológico al que solías ir antes con tu abuelo, cada domingo, y semanas enteras en la época de vacaciones. Escuchaste los ruidos de los patos y de los otros animales. Te llamaron, pero seguiste de largo.
Ahora la rampa que lleva hacia el puente se abre ante ti. Al pie de la rampa, la carcasa vacía del puesto de tiro. Allí un viejo solía alquilar escopetas de perle para que los niños jugaran a dispararle a latas de refresco y dianas de papel pegadas a placas de latón. Al pasar la mano suavemente por el borde de la caseta, quedó una capa de tizne en las yemas de tus dedos. Parece pólvora de verdad. Recordaste la buena puntería y cuánto te gustaba disparar. Subiste la rampa. Llegaste a una esquina. Por unos segundos la maleza no te dejó ver y tuviste ese sobresalto de adentrarte en lo desconocido, entre los altos árboles y manglares, hasta finalmente llegar a tu destino.
El puente está desierto a esas horas de la tarde. Miraste el río que corría, hasta perderse detrás del recodo de las lomas, junto a los manglares llenos de basura y cadáveres animales. El río teñido color tierra y limo que parecía correr tan lento hasta que te fijabas en el agua que rodaba bajo sus pies, entrevista por las tablas mal puestas del puente. La corriente tenía su vida propia allá abajo, una vida rápida, submarina, ajena a los ritmos humanos.
Cuando eras pequeña te encantaba venir, que tu abuelo te llevara al zoológico, comprara granizados y algodón de azúcar, y te llevara a disparar en la caseta, quince municiones por un peso cubano. Terminaban acodados en el puente. Allí podías pasar horas bajo el influjo del río y de los cuentos que el abuelo hacía sobre la cueva del indio, esa boca abierta junto a uno de los márgenes donde se refugiaban güijes, cimarrones, y hasta un hombre llamado Joseíto Villamil, que solo tenía una pierna y un ojo, había descubierto el secreto de la inmortalidad y perdido, con ello, la razón.
Los pescadores se sentaban con sus redes y sus cañas en el nivel inferior del puente, en los bordes de la armazón que lo mantenía en pie. En cierta temporada usaban trampas especiales para cazar jaibas y cangrejos, unas cajas de madera de rejilla metálica, con un cebo en su interior, atadas a una soga que permitía arrojarlas y recogerlas después sin dificultad. Para pescar un cangrejo en este río había que lanzar la jaula cada veinte o treinta minutos. Por eso, cuando lanzaban, solían preguntarte la hora, pedir que contaras y les avisaras cuando era el momento de sacarlas.
Mientras esperaban solían hacerte chistes para que rieras, se unían a tu abuelo y contaban historias tenebrosas para matar el tiempo y tú te sentías importante con tu reloj de muñeca de plástico rosado que les daba los horarios de recoger las trampas, sacar de diez a quince de aquellas criaturas inquietas que amenazaban a sus captores con unas tenazas minúsculas y buscaban escapar a toda costa. Muchas veces te ofrecieron llevar un pequeño lote de aquellos seres, vivos o muertos, para que tu madre los cocinara. Juraban que los pequeños cangrejos grises de río se pondrían rojos al contacto del agua y que su carne sería poca, pero blanca y jugosa. Los rechazaste en cada ocasión, pero no dejaba de alegrarte el ser quien marcara los tiempos de pesca y quien evaluara el resultado de este comparado con aquel, y ellos se rieran, y tú rieras y el abuelo también.
Tratas de sonreír, pero la visión de la corriente debajo de ti, provoca nauseas que ascienden desde el estómago hasta el velo del paladar, donde se quedan como una amenaza velada. Miras a las aguas oscuras, amenazantes, encantadoras. Como en un cuento de Lovecraft, el río se te antoja una entidad verde-gris de proporciones descomunales, listo para abrirse en millares de fauces y orificios, dientes de metal oxidado que triturarían tu caparazón enrojecido por el sol y la humedad. Revisas ambas orillas ¿Cuál sería más segura? ¿Podrías escapar si el río despertara? Un escalofrío te recorre desde la base de la espalda hasta la nuca y tienes que esforzarte para no llorar. La amenaza vuelve, pero no quieres ceder ante ella.
Piensas en lo bajos y finos que son los barandales, pasarles por encima sería un juego de niños. ¿Dolerá mucho el golpe al caer? ¿Dolerá ahogarse? ¿Quién garantiza que detrás de la muerte no te espere un mundo de dolor? Infierno. Al menos eso es lo que predica tu padre los domingos y todos le contestan Amén o Aleluya, y se alegran de que algunos se vayan al infierno. Incluso tú, si haces lo que estás pensando ahora. Incluso tú repetiste Aleluya o Amén algunas veces, aunque solo lo hacías para que después no le pusieran peros a tu salida al micro-zoo con el abuelo.
Ahora sí lloras. Pero muy quedo, sin hacer ruido. Te palpita el pecho. Son raros los lugares tan solitarios, tan tranquilos. Si algún pescador posara su vista sobre ti, serías solo la figura sobre un puente que en unos segundos lo cruzaría hasta su centro, salpicaría el agua debajo de él para quedarse en el fondo, en sus mismos basamentos. Había otros lugares mejores para hacerlo, pero este era el más tranquilo, sin improvisados salvavidas que quisieran jugar al héroe contigo. Tu cuerpo tocaría fondo, para subir después y flotar como un tronco de palma o una minúscula isla de manglares hasta llegar a la desembocadura, hasta el próximo puente donde lo más lógico es que llamara la atención de alguien. Luego, cuando hiciesen la autopsia, a lo mejor podrían definir si estas o no embarazada. De estarlo, un médico se lo comunicaría a tus padres y para entonces sería el menor de dos males.
—Niña, no te vayas a tirar.
El hombre que te habló sigue de largo con su bicicleta. No te diste cuenta del momento en que entró al puente y das un brinco. No le viste el rostro. El hombre se rie de tu susto y sigue de largo sin mirar hacia atrás. Le das una patada al barandal metálico y el dolor hace que te arrepientas. ¿Cómo se atreve? Romper este momento, tan trágico, tan tuyo, con semejante frase salida de tono. Sentiste deseos de correr tras él, golpearlo y gritarle los peores insultos. Volviste a mirar al río y ya no te parecía este un monstruo lovecraftiano, ni la Cueva del Indio se mostraba dispuesta a terminar de abrir su boca y tragarte de un mordisco. El conjunto lucía más bien como una postal, con un paisaje más bien bonito, más bien simple. Una vista más a los márgenes del río con su fango y su basura, al fondo donde todos los objetos parecían filosos pese a estar cubiertos de limo, y te convenciste de que todo estaría bien.
Un aura se posó en el margen a tu izquierda y las demás la siguieron. Parecían haber encontrado algún cadáver de animal para darse un festín, algún perro callejero o los restos de una vaca robada o una gallina de las que se usaban para brujerías. No, un río tan sucio parecía el lugar más estúpido posible para morir. Nadie diría Aleluya ante la noticia de tu bajada al infierno.
Pensaste en el hospital, en la fila, en las miradas chismosas, en la doctora que te diría abre las piernas e introduciría algo frío y doloroso, y haría ruidos con el guante de látex y diría que sí o que no; en caso de que sí te sacarían turno para que el sí pasara a no; y no tuvieras más esa sensación de que se acaba tu vida antes de empezarla, pudieras usar ajustado el vestido de quinceañera y bailar sin dificultad con el muchacho que será solo tu novio y no el futuro padre de tus hijos; y bailar además con el abuelo, como si ambos fuesen un par de flamencos delgado de color rosa, y el río en sí pareciera un mal sueño o un recuerdo de la infancia cercana que se acaba tras el recodo, en algún punto inferior de la rampa, perdida entre manglares; un recuerdo asociado a los pescadores que iban a pescar cangrejos con trampa y a pedirte la hora, entre risas.