Del Club de los poetas muertos, que ahora inauguro, no cabe esperar un voluminoso tratado poético. Tampoco una crítica cinematográfica, aunque el título se inspire en el material fílmico homónimo. Apenas puede entenderse como una serie de breves trabajos acerca de algunos poetas matanceros ya fallecidos, que de algún modo resultan próximos al autor. Unas veces desde la vivencia compartida, otras desde la  anécdota concomitante, recuerdo momentos de aquellos creadores. Ellos también singularizaron la creación poética tan cara a nuestra ciudad.

Pablo Cazola o El Caballero de Ébano de la décima matancera

Aquí estoy, monte y sinsonte

para formar un concierto,

plumaje gris, trino abierto

en el festival del monte.

No hallo ironía  en el sobrenombre que Fernando García González, uno de los grandes poetas matanceros, asigna a Pablo Cazola Solís. Si bien el epíteto remite al Caballero de París, en contraste, admiración y respeto sugiere el dichoso epíteto, toda vez que revela una condición  admirable del apreciado rapsoda. Cazola se identifica entre los más pintorescos poetas que cruzaron con la adarga al brazo una buena parte del siglo XX matancero.

Nacido el 23 de octubre de 1922 en Guanábana, asentamiento cercano a la Ciudad de los Puentes, su humilde extracción social no permitió al joven Cazola una formación académica. El cortador de caña y otros menesteres agrícolas sintió muy temprano la vocación versificadora, atraído por la décima, estrofa poética cultivada en nuestros campos.

Fue en los primeros años posteriores al triunfo revolucionario de enero de 1959, cuando hallamos a Pablo Cazola envuelto en los trajines de la superación y el crecimiento, asociado a la promoción y divulgación de las tradiciones campesinas.

                                                                            Décima, fruta pintona

                                                                            con un porvenir maduro,

                                                                            ya soy más de tu futuro

                                                                           que de mi propia persona.

De aquella época, recuerdo sus visitas a la casa de mi infancia en la barriada matancera de Pueblo Nuevo. De un manojo de papeles en los bolsillos, siempre extraía alguno con el que mostraba a mis padres el último “trabajito” que había escrito. La ocasión se hacía propicia para que yo le dijera, entre elogios y oportunas sugerencias, alguno de mis primeros versos.

Devenido entusiasta promotor cultural, enamorado de la creación de nuestros campos, la admiró y cantó con la pasión de su admirable sensibilidad poética.

Campamentos cañeros y talleres, guateques rurales y el gran concierto de la ciudad, no demoraron en reconocerlo esencia y sal en el entramado de nuestras más profundas tradiciones campesinas. Aquel hombrecito de tez oscura y barba pobre, acicalado por el permanente traje y sombrero, el vaso de ron y el cabo de tabaco, oficiaba espontáneamente como una especie de maestro de ceremonias. Era tal su entusiasmo que sentado en las primeras filas animaba con sus impulsos y ademanes el vuelo y alcance poéticos de las canturías.

Matanzas, desde el balcón

de Jáuregui te saludo.

Mi saludo forma un nudo

de rumba, décima y son.

 

Te hicieron el corazón

con las arterias de asfalto.

jamás se coció tan alto

un pan de piedras: tu pan,

a donde las tardes van

a dormir su sobresalto.

Cierta profusión de hierbas y frutas propias de nuestra campiña, citas históricas, geográficas o culturales, son cantadas desde el imaginario poético de Pablo Cazola Solís, recreadas entre las frescas imágenes o los diversos recursos expresivos de su valiosa y dispersa creación literaria.

Muchas veces le vi encomiar los versos de otros poetas reconocidos y los de los más jóvenes.

Más de una vez me pidió que le dijera aquellos versos donde comparo los labios de una morena limonareña, con los barracones de esclavos del legendario Triunvirato. Así ocurrió una de las últimas veces que conversamos en las inmediaciones de la vieja Plaza. Tras el consabido trago de ron me espetó: Tú estás loco, poeta.

Lo visité poco antes de su muerte, acaecida el 23 de diciembre de 2001. Acompañado por Marchante, viejo dirigente sindical y poeta, nos interesamos por su estado de salud. Reclinado sobre sus brazos indagó por la publicación de su libro. La luz de la tierra, recopilación de sus versos, publicada por ediciones Matanzas, entonces aguardaba por la definición de su precio para la comercialización.

Presto a regalarte el último de sus versos, Cazola devenía animoso contertulio.  La ciudad le debe un monumento.  Valga el humilde y sentido homenaje.

… y cuando en tímido alarde

todo el poniente se agrupa

la noche baja y se chupa

la pintura de la tarde.

(ALH)

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