En la madrugada del 10 de marzo de 1952, Fulgencio Batista entra al campamento de Columbia, da un golpe sobre la mesa de la historia, y Carlos Prío Socarrás ya no es presidente de la República, ni es posible el triunfo de un partido nacionalista como el Partido Ortodoxo, de Eduardo Chibás.

La mayoría de los partidos políticos se pliegan al cuartelazo, a pesar de que significa la violación a la joven Constitución, aprobada en 1940. La embajada norteamericana no condena el golpe de Estado, pues sin su aprobación, este no sería realizado. Mejor un hombre fuerte, al servicio de Washington, que aquella escoba que planta una bandera contra la corrupción y un lema que habla en serio: ¡Vergüenza contra dinero!

Luego, derrocar a Batista por medio de las armas es una herejía y un imposible en la mirada de otras organizaciones políticas. Los jóvenes que asaltan los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, el 26 de julio de 1953, están decididos a tumbar a Batista y su régimen sanguinario, y fundar un mejor país.

Es en el Manifiesto de la Generación del Centenario a la Nación, documento redactado el 23 de julio de 1953, donde se exponen las razones de la lucha, y aparecen algunas claves del pensamiento: Es una generación que se inspira en el ideario de José Martí, recogido en discursos, en las Bases del Partido Revolucionario Cubano y el Manifiesto de Montecristi.

Se trata de una revolución ética. Y este es un dato de interés, porque había en Cuba distintas miradas del socialismo; la más heterodoxa, hereje y democrática comprende que sin Martí y el antimperialismo no es posible asumir un marxismo verdaderamente revolucionario.

El pensamiento de los líderes que asaltaron el Moncada tenía que enfrentar dogmas y métodos que venían de otras realidades ajenas al país. La respuesta no estaba ni en los libros, ni en Moscú, sino en lo que Mariátegui llamaría «creación heroica». Es por eso que, al caer la tarde del 26 de julio de 1967, el Che, desde la selva boliviana recuerda la fecha gloriosa y les dice a sus compañeros:

«El 26 de julio fue una rebelión contra las oligarquías financieras y los dogmas revolucionarios».

Con la distancia del tiempo se comprende mejor el juicio guevariano, no solo para advertir la significación histórica de aquel acontecimiento, sino para restablecer las fuerzas, enfrentar poderes oligárquicos y dogmas que vienen de nuestras propias limitaciones y quistes del pensamiento.

Ya no se asaltan cuarteles, ahora los cuarteles asaltan con sus golpes suaves o duros, el poder colectivo o las conciencias de los ciudadanos. Por eso, para los cubanos, «Siempre es 26» es más que una consigna para anunciar la entrada a una ciudad o el estribillo repetido; es vivir en estado permanente de revolución en el pensamiento, la ética y el amor.

Tener a manos la escoba de Eduardo Chibás para barrer la corrupción y alzar el valor de la vergüenza. «Siempre es 26» es compartir el dolor y la alegría de la gente; comprender que en Cuba nadie sigue a quien no es ejemplo y que no basta con firmar un código de ética, sino vivir al servicio de los demás.

Siempre hace falta la carga de Rubén Martínez Villena contra los bribones de turno, una carga por la vida y el respeto, porque no pierda sentido que Abel Santamaría Cuadrado dio los ojos por la luz en otros ojos. Ahora el mundo se evapora como un líquido calentado por la posmodernidad; la historia tiene que persistir en la memoria, con sus héroes silenciosos que anuncian, el valor de dar la vida por la fraternidad que nos recuerda que todos somos hijos de la misma madre: la libertad. (ALH)

Julio César Sánchez Guerra/GRANMA

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