Por algunos años fui la menor de las nietas de abuela Marta, por tanto el apelativo de la más chiquita del grupo me trajo sus pros y sus contras.

Cuando llegaban los días de vacaciones de verano o fin de año, la casa de canelones, la primera al entrar al pequeño batey, se llenaba de chuiquilllos correteando.

Por las mañanas, abuela repartía el vaso de leche con café más rico que se habrá probado. Iba cuarto por cuarto despertando a sus «maripositas», que dormían lo mismo cuatro en una cama que de piyamada sobre colchas en el suelo.

Comenzaba el día. Las primas se peinaban unas a las otras, compartían ropas y chancletas. Intercambiaban felpas de colores, y de vez en cuando, reñían por el primer puesto para utilizar el baño.
Cada día estaba planificado desde el anterior. Algunos se destinaban a organizar la «casita» hecha dentro de lo que antes fuera un pollero. Otros rumbo a la caza de tomeguines por las sabanas de hierba verdísima. También alguna mañana se dedicaba a bailar trompos y jugar al ñate con bolas que se guardaban como el mayor de los tesoros.

Para jugar a los escondidos servía lo mismo el interior de un escaparate que debajo de la cama.

Abuelo regañando: -Salgan de ahí que les voy a dar dulce de leche.

-Cuidado con hacerle reguero a abuela.

-Vengan, vamos a planificar el viaje al río.

Los regaños de abuela: – ¡Ustedes me van a volver loca, los voy a repartir a todos para sus casas!

– ¡Ay, si me rompen la coqueta, eso es reliquia! Abuelo los va a regañar. Deja que los encuentre yo para que vean qué gallina canta.

Se escuchaban risas estrepitosas y cada uno se aconsejaba y salía del escondite. Una vez afuera, algún dulce o fruta se nos pegaba, o un frito del plato de aluminio que cada mediodía estaba lleno en la esquina de la meseta.

En el batey con nombre de árbol nacional, habíamos por aquel entonces unos veintitantos niños, contando entre hembras y varones. Cada tarde algunos padres se hacían cargo de la «manada» y nos llevaban al río cercano que nadie sabe por qué nombraron Charco Soldado. Camino a refrescarnos, competíamos por ver quién encontraba más guayabas o quién llegaba primero.

Por las noches hubiera o no fluido eléctrico, nos reuníamos para cazar cocuyos. Muchos pomos de pastillas sirvieron para guardar los pequeños insectos con los que también podías saber cuántos novios o novias tendrías.

En mi infancia no había teléfonos móviles ni computadoras, apenas nos deteníamos delante del televisor por algún que otro animado. Durante aquellos años habían juegos y travesuras esperándonos a cualquier hora. Existían abuelos que hacían tiempo para tomar el café que colábamos en la cafetera de plástico fundido y padres que armaban una cuerda para saltar con un pedazo de suiza y par de pomos de desodorante en las puntas. Habían tías que hacían ropas tejidas para las muñecas y primos mayores que nos supervisaban para comer mamoncillos y ciruelas.

En mi infancia hubo muchas risas, muchos rasponazos en rodillas y codos intentando dominar la bicicleta o la carriola. También chicles enredados en el pelo, zapatos comidos por cerdos y algunas lágrimas por siempre ser la más pequeña del grupo y que me dejaran fuera de algunos planes traviesos. Sin embargo, en mi infancia hubo felicidad, y eso tiene precio. (CMB)

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