Para los más pequeños allá por los años 50, los muñequitos eran la bendición. Ellos saciaban en parte las ansias de leer, alternados con los capítulos de Corazón, de Edmundo de Amicis; La edad de oro, de José Martí, y los tomos en sucesión de Enyd Blyton, Emilio Salgari y Julio Verne.
Viajes, acciones gallardas, animales fabulosos, misterios, venganzas, cortesías y desenlaces de todo tipo cubrían la necesidad de fabular de la mente infantil. Y de la mano de una historieta o de un volumen encuadernado, se acompañaba al valiente y al infame, al bueno siempre bueno y al malo siempre malo, por caminos que sembraban, igualmente para bien o para mal.
A la lectura la acompañaba el cine en esa tanda del domingo que dejó escenas bien grabadas en la memoria, desde la gigante ballena azul de Pinocho vista con el prisma de los tres años hasta el avance bucanero airoso de Errol Flynn.
Reconocer los detalles placenteros de antaño no puede llevar a afirmar, infantilmente, que cualquier tiempo pasado fue mejor. La nostalgia debe aceptarse como tal y dedicársele una mirada de añejo respeto y cariño, pero no puede enceguecernos.
En contraposición, no puede rechazarse recrear lo positivo de los años precedentes, y si a algo debe levantarse un inmenso monumento es al hábito de leer, ese que amenaza con desaparecer y legar solo a la historia la satisfacción de recibir mensajes raudos o lentos, coloridos o en blanco y negro, que nos lleven tanto a la risa fácil como al más desgarrador de los llantos.
Pierde quien no oye que pierde quien no lee. Qué lástima el vacío, que lástima que pierdan lo que se pierden.