La caída del Imperio Romano data del año 476 de nuestra era. Casi dos milenios después, todavía ocho dioses latinos rigen la Vía Láctea. Mercurio, Venus, Tierra (Tellus), Marte, Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno fueron las deidades escogidas por los astrónomos a lo largo de generaciones.

Durante siglos, los nombres perduraron gracias a algunos manuscritos. El telescopio de Galileo Galilei fue el instrumento óptico que permitió recuperar los avistamientos de la mayoría de esos cuerpos celestes, y poco a poco, las denominaciones de los astros volvieron a ser reconocidas y, en 1919, la Unión Astronómica Internacional (UAI) las validó oficialmente.

Sin embargo, los romanos no fueron los primeros en observar los planetas del Sistema Solar. Civilizaciones mucho más antiguas también pudieron localizarlos en el firmamento. Algunas de ellas dotaron de nombres a los gigantes espaciales.

Mercurio, el adelantado

Los sumerios consiguieron apreciar al planeta más cercano al Sol cerca del siglo XIV antes de nuestra era. Los avistamientos quedaron recogidos en las tabletas Mul-Apin, un arcaico registro de cerámica. En el objeto histórico no aparece una denominación concreta, pero el astro es descrito como el “planeta saltarín”.

En Babilonia, los astrónomos llamaron al cuerpo celeste “Nabu” o “Nebu, el mitológico mensajero de ese milenaria cultura.

Por otro lado, las primeras generaciones de griegos afirmaban haber encontrado dos planetas distintos. El primero solo podía ser visto en las mañanas y era llamado Apolo. Al anochecer llegaba el turno de Hermes. Poco después, el matemático Pitágoras propuso la hipótesis de que se trataba de un único astro al cual llamaron Stilbon.

Con el tiempo, los observadores atenienses retomaron el nombre de la deidad del comercio debido al rápido movimiento del cuerpo celeste en el firmamento. De hecho, Mercurio recorre su órbita alrededor del Sol en tan solo 88 días. Es decir, cuando culmina un año terrícola han pasado más de cuatro en aquel globo.

Para los romanos, que tanto bebieron de los helenos, fue sencillo cambiar el nombre inicial por el del ágil mensajero de su propio panteón.

Una visible diosa del amor

El Sol, la Luna y Venus son los tres objetos celestes que pueden ser apreciados con mayor nitidez por los humanos. La densidad de la atmósfera del segundo planeta, así como su proximidad a la Tierra, le dotan de un inconfundible brillo.

Las civilizaciones mesopotámicas llamaron al astro Nindaranna, aunque el nombre varió a lo largo de los siglos. Durante el declive de sumerios y babilonios el planeta era conocido como “Dil-bat” o “Dil-i-pat” y era asociado con la diosa madre Ishtar.

En puntos distantes, otras culturas también notaron al cuerpo celeste entre las constelaciones. Los chinos lo identificaron como “Jin-xing”, equivalente a planeta del elemento metal. Por su parte, los mayas en Mesoamérica lo conocieron como “Chak ek”, la gran estrella.

Las versiones de cómo apareció el apelativo de Venus son cuando más románticas. Los historiadores refieren que los destellos del astro durante el amanecer evocaban en los romanos el recuerdo de la diosa del amor y la belleza. De ahí la denominación.

El hogar de una extraña raza

Gea, junto a otros titanes, dio a luz a las primeras aguas, vientos y también muchos monstruos. La deidad era relacionada por los antiguos griegos con la fertilidad, los cultivos y la maternidad.

Cuando los romanos se acercaron a la cultura helénica ambas civilizaciones fundieron sus panteones. La diosa madre recibió entonces el nombre “Tellus” o “Terra” y, con el paso de los siglos, el nombre latino sufrió transformaciones en las diferentes lenguas romances.

El origen del nombre del tercer planeta no es el mismo en todos los idiomas. El término con el cual los angloparlantes denominan al globo terráqueo significa “suelo” de forma literal. Curiosamente, el apelativo del hogar de los humanos difiere de igual manera que las raíces más antiguas de los disímiles lenguajes de sus habitantes.
Un astro “colorado”

Los suelos en la superficie del cuarto planeta son ricos en componentes ferrosos. El predominante óxido de hierro dotó a Marte de una particular coloración. Debido a ello, los sacerdotes egipcios, pioneros en avistar el cuerpo celeste, lo llamaron “el rojo”.

A kilómetros de distancia, y algunos siglos de por medio, los astrónomos chinos también notificaron la existencia del astro. Estos observadores denominaron al objeto como “estrella de fuego”. En las antiguas Grecia y Roma, el color rojizo fue asociado con la sangre y, por tanto, con el dios de la guerra.

Un hijo y su padre

Las enormes dimensiones del quinto planeta alrededor del Sol, le hicieron visible desde tiempos muy remotos. Los babilonios le llamaron “Marduk”, al igual que una de las deidades más poderosas de su panteón mitológico. A su vez, las culturas mediterráneas denominaron al astro del mismo modo que el dios más fuerte dentro de sus creencias: Júpiter.

Gracias a la herencia sumeria y sus conocimientos de la bóveda celeste, helenos y romanos dieron con un sexto planeta. Con el tiempo, los astrónomos notaron que el movimiento del último objeto descubierto era mucho más pausado con respecto al resto.

Saturno emplea casi 30 años en completar su órbita, mientras que Júpiter lo consigue en aproximadamente 12. La solución de los filósofos griegos fue poética. Si el vigoroso gigante era asociado a Zeus, el pausado vecino debería ser Cronos, el padre anciano, titán de las horas que deambulaba entre las estrellas esperando el fin de los tiempos.
Los bautizos más recientes

Urano probablemente ya había sido observado por cualquiera de las civilizaciones o culturas más antiguas del globo terráqueo. Sin embargo, fue considerado una estrella más. Su descubrimiento oficial se retrasó hasta 1781 cuando Sir William Herschel consiguió avistarlo. El astrónomo llamó “Georgium Sidus” (la estrella de Jorge) al planeta, en honor al monarca inglés de turno.

Afortunadamente, el nombre no fue bien acogido fuera de Gran Bretaña. Otros investigadores propusieron llamar al astro al igual que su descubridor. Esta opción tampoco gozó del beneplácito colectivo.

Transcurrieron cerca de 70 años hasta que, en 1850, el astrónomo Johann Bode sugirió el nombre actual del cuerpo celeste. De manera curiosa, cabe resaltar que es el único planeta del Sistema Solar llamado al igual que una deidad griega en lugar de romana.

Neptuno, por su parte, fue el primer astro descubierto por cálculos en lugar de observaciones. John Couch Adams y Urban Le Verrier, matemáticos británico y francés respectivamente, predijeron que las irregularidades en la órbita de Urano se debían a un octavo objeto de grandes dimensiones.

Gracias a las conjeturas, el astrónomo alemán Johann Galle pudo dar con el último planeta del Sistema Solar. En retribución, el experto quiso llamar a su descubrimiento con el apellido de cualquiera de los avezados investigadores. Una vez más, la comunidad científica se negó.

El propio Le Verrier propuso el nombre de Neptuno, regente de los mares, luego de que fueran rechazados otros epítetos de deidades romanas.

Un dios desterrado

Percival Lowell fue el primero en sugerir la hipotética existencia de un noveno planeta en el Sistema Solar. Para dar con el escurridizo objeto fundó, en 1906, un observatorio con su nombre y destinó cuantiosos recursos a la búsqueda.

Los acólitos de la teoría debieron esperar hasta 1930 cuando Clyde Tombaugh pudo conseguir una imagen clara del “planeta”. El equipo encargado del descubrimiento recibió más de mil propuestas de nombres, entre ellas Minerva o Juno.

Sin embargo, la idea de una niña británica de 11 años convenció a los decisores. Venetia Burney, amante de la mitología clásica, señaló que el objeto espacial había sido esquivo en demasía. Por tanto, debía llamarse como el dios del inframundo romano, el cual solo mostraba su apariencia a los mortales en raras ocasiones.

La pequeña también defendió que las dos primeras letras de Plutón coincidían con las iniciales de Lowell.

En 2006, el avance de la ciencia y la tecnología se enfrentaron a la deidad de la muerte. El astro pasó a ser considerado un asteroide por las características de su órbita alrededor de Neptuno. Más de una década después de este suceso, los astrónomos todavía persiguen la posibilidad de un noveno planeta.

No obstante, la duda asalta a muchos. En caso de dar con tal objeto, ¿buscarán un nuevo nombre en el panteón greco-romano o reciclarán el apelativo del dios condenado?(LLOLL)

(Claudia Alemañy Castilla/Juventud técnica)

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