A veces he pensado que uno no cruza los ríos, sino que estos te cruzan a ti. Te parten la vida a la mitad como una tajada de agua. Aquellos que nacen o crecen en sus cercanías no pueden escapárseles. No son accidentes geográficos, porque los accidentes aparecen y ya, y a ellos tú no los buscas; suceden.
Sin embargo, en Matanzas vas a su encuentro como si fuera un sitio sagrado: donde descansan los huesos de tus antepasados; donde escondiste en su fondo los últimos pedazos de tu niñez como si fueran un fierro cubierto de musgo; donde quedó el beso pendiente colgado de la manecilla del reloj que se detuvo ahí y espera un regreso para que los engranajes vuelvan a funcionar y lo que deba ocurrir, ocurra.
Tal vez el río del que más me cuesta huir sea el San Juan, ese que no debe ser tan santo cuando en sus orillas se ama y se peca por amor tanto. Un lugar no es un lugar y ya, sino un lugar y una historia, y el San Juan es el que más unido está a mi historia. Por eso quizá me cueste tanto hacer las maletas y decirle que no quiero saber más nada de él, aunque sepa que me miento descaradamente, porque, como afirmé, uno siempre va a su encuentro.
Vivo a dos cuadras de él y desde que tengo uso de razón lo he atravesado para ir a darle vueltas a la vida. Lo cruzaba –o él me cruzaba a mí– para asistir a mi escuela primaria que, por cierto, queda a sus orillas y que la prueba de resistencia de Educación Física –esos 400 metros que uno cuando niño los estimaba como la distancia que hay de ti a la felicidad– la hacíamos en un Narváez antes que colocaran la primera estatua, antes que vendieran el primer whisky sour y ese paisaje parecía más primigenio, más cercano a las deidades que a los artificios de los hombres.
En los breves inviernos, en esta Isla donde te cuesta creer que algo sea breve entre las colas y las reuniones, cuando caminaba por el puente de Tirry y el aliento por el frío se me condensaba en nubes, contemplaba a los kayakistas de la base de remo cercana con solo un leotardo surcar las aguas y yo, desde la tibieza de mi enguatada y mi abrigo para explorar el Polo Norte que me embutía mi madre, entendí por primera vez lo que es la constancia.
Entre el puente de Tirry y el Giratorio había una vieja plataforma de concreto que la llamábamos el trampolín. En la secundaria a veces, cuando nos fugábamos de las clases, íbamos a bañarnos ahí y se competía a ver quién daba la mejor “vuelta carnera” u otra acrobacia.
Hace poco intenté localizarla. Aún está ahí, medio hundida y en desuso. Comprendí que cuando uno se tira de cabeza así de repente hacia la nostalgia, lo más probable es que te des un panzazo; al final nunca te bañarás dos veces en un mismo río. Eso sí, lo que no ha cambiado son los muchachos que se trepan en lo más alto del puente Giratorio o de la Plaza para lanzarse en cruz al aire. Yo nunca tuve el valor para hacerlo. Creo que ellos tampoco deberían. La suerte, como el viento, puede darte la espalda en cualquier momento.
Llevo 29 años de aquí para allá y el San Juan en el medio. De vez en cuando, como el poeta, me quedo de codos en el puente con una mano en la sien a contemplar los espectáculos que ocurren a su alrededor: las luces del alumbrado eléctrico que se reflejan encima de él y que la corriente difumina y luce como un pintor que limpia sus pinceles en su superficie o como la gente poco a poco se sienta en su malecón a disfrutar la muerte de la claridad y el nacimiento de la nocturnidad.
Observas a los pescadores que en las tardes con fondo naranja arreglan sus aparejos en sus casetas y que luego en la noche sientes los motores de sus botes ronronear cuando parten a los mares abiertos. Recuerdas entonces esos versos de “San Juan murmurante, que corres ligero llevando tus olas en grato vaivén” y aguzas el oído, por curioso o por chismoso, para saber qué secretos llevan ese rumor, pero no logras discernir nada, porque él no quiere ceder su secreto, porque si lo hiciera quizá perdería su mística.
Al final, un río es un secreto que se comparte entre dos.