El día que Lolo perdió dos dedos de su mano izquierda era un día común. A las 5 de la mañana ordeñó sus vacas a mano llena, como de costumbre, con todos sus dedos, y luego de noche durmió con un par de menos.

El día comenzaba despacio. Él molía una carga de caña. Estaba entrenado en la faena, así que se lanzó sin miedo a destrabar un exceso de paja entre los dientes implacables de una cuchilla eléctrica.

Dos días antes, frente al artefacto, mientras se acomodaba los guantes de goma para proteger sus manos, su hija, recorrida por un escalofrío, le alertaba sobre el peligro.

El timbre del celular la sacó de las tareas hogareñas. La voz del otro lado del teléfono indicaba un desespero que no tardó en apoderarse de ella, y sin poder entender bien el mensaje cayó de rodillas en el piso.

Los 16 km que la separaban de su padre fueron recorridos en un carro que apenas ponía las gomas sobre el asfalto. En el camino muchos momentos vinieron a su mente: el verlo herrar caballos cerreros y ariscos, arreglar monturas y hacer lazos en una tarabilla. En todos había un denominador común: sus manos eran su principal fortaleza.

Con el pecho apretado le era difícil respirar. Allí frente a él, deshecha en lágrimas y lamentos, se sintió morir. No quería mirar la mano lastimada del padre, cubierta por una venda. Solo atinó a abrazarlo con todas sus fuerzas.

En la puerta del pequeño salón del hospital se cuestionó porqué su padre tenía que sufrir así. Él, a pesar del evidente dolor que sentía, preguntaba cómo estaba su niña. “El guajiro es un campeón”, decían constantemente los doctores para consolarla.

Esa noche nadie durmió en casa. La madrugada fue larga y la molestia intensa. Vinieron días de curas y lágrimas, abrazos apretados, llamadas diarias, gastritis medicamentosa, pocas sonrisas, caras largas, excesiva preocupación y disgusto constante.

Pero también vinieron los días donde se multiplicaron los dedos desinteresados que llegaron hasta el hogar del guajiro para ordeñar sus vacas, cortar y moler la caña para alimentar los animales y cuidar sus sembrados. Tardes de cuentos y risa, de compañía en la recuperación. Manos sobre el hombro dando aliento. Abrazos apretados y muchos “esa máquina, estaba comiendo m…”

Cuatro meses después se levanta a las 5 de la mañana. Ordeña sus vacas, repara monturas, volvió a las andanzas con el martillo y los clavos, cuida de los sembrados sin un índice y un pulgar, pero con más manos amigas de las que se pueden contar. (ALH)

 

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