Grande la tormenta que no se anima a escampar.

En el suelo están los troncos más severos.

Buena fe

En el lejano noviembre de 1611, tuvo lugar en Londres  la primera representación de La Tempestad, pieza teatral de William Shakespeare. A través de los años, los personajes de la obra han devenido símbolos de diversa significación.

Los días que corren, igual de tempestuosos, nos ponen en el lugar de definir nuestras identidades. De cualquier modo es muy peligroso andar por el mundo sin saber quiénes somos y con quién vamos. Créanme.

Allá por el año 1900 el autor uruguayo José Enrique Rodó, identificó a Ariel, personaje de la pieza shakespereana, como símbolo de la espiritualidad y la cultura que debían alcanzar nuestros pueblos de América.

Para entonces el intelectual uruguayo oponía los valores grecolatinos, preconizados por el imperio español , al materialismo anglosajón que soplaba desde el norte. Su ensayo Ariel, inauguró en los albores del siglo XX una corriente ideológica que promovía entre los jóvenes las virtudes del estudio, la cultura y el trabajo.

Si bien el Arielismo, devenía una forma de oponerse al vulgar materialismo invasor del imperialismo norteamericano, también es cierto que lo hacía desde los marcos estrechos de las minorías cultas y aristocratizantes, como le señalan diversos autores.

“Me han inspirado (…) la necesidad de que mantengamos en nuestros pueblos lo fundamental en su carácter colectivo_ escribe Rodó al intelectual cubano Enrique José Varona_ contra toda aspiración absorbente e invasora (…)”

Fue en 1971 cuando el poeta y ensayista cubano Roberto Fernández Retamar, libera a Calibán- otro de los personajes shakespereanos- de los bajos instintos con que lo habían caracterizado, para reconocerle la rebeldía e insurgencia que habrían de identificar a los pueblos que crecen al sur del Río Grande.

Como quiera que La tempestad, obra simbólica del genial dramaturgo inglés, cabe ubicarla en alguna de las numerosas islas caribeñas- muchos aluden a las Bahamas- debe inspirarse en alguno de los naufragios de que se tienen noticias por los días en que los imperios españoles, británicos, lusitanos y holandeses se disputaban las tierras americanas. Entonces es legítimo apropiarnos de la suerte de sus personajes.

Tal vez por eso, y por cuanto atañen al devenir histórico de nuestras letras y de los proyectos sociales que inspiran, trasciende la importancia de sabernos identificar entre los tantos personajes de la  pieza teatral. Sabiendo, claro, que nuestro escenario es mucho mayor y complejo que las tablas de un teatro, y que una vez en la escena nunca seremos precisamente simples actores, responsabilizados con una virtuosa representación de los distintos personajes.

Seremos en realidad esos seres severos o dolientes, emprendedores o domesticados, sumisos o redentores, que la historia de nuestros pueblos nos depara, para que contribuyamos a construirla desde el fondo de todos los tiempos y para todos los tiempos.

Desde la atmósfera agobiante qué por más de 3 décadas, el neoliberalismo extiende sobre las desangradas economías latinoamericanas, hasta la virulenta colonización de nuestras identidades, la crisis de valores da al traste con el sueño de una américa irredenta. La creciente emigración de nuestros jóvenes hacia la tierra prometida es una expresión del desarraigo y el abandono que cobran a nuestros pueblos la hegemonía económica y cultural del imperio.

Un sueño que muchos idealizan como la gran oportunidad de todos, con ese sello ramplón que imponen la vanalidad y la seudocultura consumistas cuando se hacen acompañar del acriticismo y el desconocimiento de la carencia de futuro de la propuesta imperial.

Un artículo de Ernesto Estévez Rams, publicado recientemente en el periódico Granma, explica a partir de datos tomados de la revista Forbes, que apenas 728 personas, de los llamados milmillonarios en los Estados Unidos, poseían más patrimonio que el 50 % de los hogares de ese país. Quienes sepan interpretar las estadísticas que brinda la revista especializada norteamericana, podrán reconocer a donde conducen las bondades imperiales.

Desde la desnaturalización o demonización de nuestros legítimos héroes, pasando por la contemporánea invasión a los edificios símbolos, o la machacona narrativa de los superhombres que nos cuentan, todos símbolos de una sociedad decadente, es hora de construir el imaginario que nuestros pueblos deben oponer a la guerra sucia que padecen.

Para los cubanos, la llamada “propaganda negra” que en los años 80 fue uno de los factores externos que contribuyeron a la caída de la Unión Soviética, es la misma que se nos hace. Construida desde la difamación, la falsedad y la adulteración de los acontecimientos y la historia, como señala Juan Nicolas Padrón en Cubaperiodistas, tenemos que enfrentarla desde la cultura.

En tiempos de tempestades, la ingenuidad y la tardanza acrecientan los daños. Serán entonces los rebeldes calibanes, armados de la ciencia y las herramientas más audaces de nuestro tiempo, los que frenen el apetito voraz de los invasores. Llegado ese día, el pueblo   entonará con sus poetas la canción de todos.

Vengo de un tiempo de plagas y sequías

Pero a sangre y sudor se hizo la cosecha.

 

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