Nacida en Media Luna, Granma, el 9 de mayo de 1920, Celia Sánchez Manduley no solo fue guerrillera, estratega y archivera de la memoria histórica, sino una guía de humanismo que marcó importantes momentos de la lucha revolucionaria y de la construcción socialista.
Celia creció en un hogar martiano, bajo la influencia de su padre, el médico Manuel Sánchez Silveira, quien le inculcó el amor por los humildes. Desde joven, rechazó la injusticia: en 1953, junto a su padre, colocó un busto de José Martí en el Pico Turquino, gesto que prefiguró su destino revolucionario.
Tras el golpe de Estado de Fulgencio Batista en 1952, se integró al Movimiento 26 de Julio. Con el seudónimo de Norma, organizó redes de apoyo para el desembarco del Granma en 1956, asegurando medicinas, armas y refugios. Su labor fue crucial para que los expedicionarios sobrevivieran tras el desastre de Alegría de Pío.
En marzo de 1957, se unió a la guerrilla en la Sierra Maestra, convirtiéndose en la primera mujer combatiente del Ejército Rebelde. Su bautismo de fuego fue en el combate de El Uvero, el 28 de mayo de 1957, donde empuñó un fusil M-1 junto a Ernesto Che Guevara.
Celia no solo luchó con las armas: fue pionera en romper estereotipos de género. En 1958, promovió la creación del pelotón femenino Mariana Grajales, un hito que demostró el papel protagónico de la mujer en la guerra.
Tras el triunfo de 1959, asumió responsabilidades claves como la Secretaria del Consejo de Ministros, miembro del Comité Central del PCC y diputada. Sin embargo, su legado más perdurable fue la Oficina de Asuntos Históricos del Consejo de Estado, fundada en 1964. Allí preservó miles de documentos, fotos y testimonios de la gesta revolucionaria, asegurando que las futuras generaciones conocieran la verdad sin filtros.
Su huella también está en obras como el Parque Lenin, la Escuela Vocacional Lenin y el Palacio de las Convenciones, proyectos que materializaron su visión de un Cuba socialista, educada y culturalmente robusta.
Más allá de los cargos, Celia era admirada por su sencillez. Recorría campos y ciudades, escuchando a campesinos, resolviendo necesidades en hospitales o acompañando zafras azucareras. “Era la madrina de los rebeldes”, recuerdan quienes la conocieron, destacando su capacidad para equilibrar firmeza y ternura.
El Comandante en Jefe Fidel Castro, con quien trabajó codo a codo, la definió como “la fibra más íntima de la Revolución”. Armando Hart, en su elogio fúnebre, subrayó: “Sería imposible escribir la historia de Fidel sin reflejar la vida de Celia”.
Celia falleció el 11 de enero de 1980, pero su ejemplo persiste. Su rostro aparece en nuestros billetes como símbolo de resistencia; escuelas y hospitales llevan su nombre, desde Zimbabwe hasta La Habana. Para las nuevas generaciones, encarna el ideal de la mujer nueva: fuerte, culta, comprometida y humilde.
Hoy, mientras Cuba enfrenta nuevos desafíos, el legado de Celia urge a mantener viva la ética revolucionaria. Su vida, tejida entre balas y flores, es un recordatorio de que la patria se defiende con inteligencia, amor y entrega sin condiciones.