Desde la antigüedad poseer buenos modales denotaba distinción social, elegancia, preparación ética y solidez moral.
Así vemos, por ejemplo, cómo pese a su demencia, Don Quijote, el caballero andante de la obra escrita por Miguel de Cervantes, transmitió a su escudero sabios consejos acerca de las posturas correctas a asumir.
“Sancho, lo primero que te encargo es que seas limpio, y que te cortes las uñas, sin dejarlas crecer (…) Anda despacio; habla con reposo, pero no de manera que parezca que te escuchas a ti mismo”.
“Come poco y cena más poco (…) Sé templado en el beber, considerando que el vino demasiado ni guarda secreto ni cumple palabra. Ten cuenta, Sancho, de no mascar a dos carrillos, ni de eructar delante de nadie”, le recalcaba.
Y es que en todas las épocas, la sociedad se ha regido por principios que regulan y hacen más placentera la convivencia, y aunque muchos se han simplificado con el paso de los años, eso no significa su desaparición.
El estrés de la vida cotidiana ha incidido en su resquebrajamiento, pero no caben dudas de que hasta hoy la cortesía, el deseo de agradar a los demás y la adecuada educación formal, constituyen prácticas elementales bien aplaudidas.
Preocupa, entonces, la amenaza que representa la falta de urbanidad y de hábitos apropiados que manifiestan no pocos individuos al relacionarse con sus semejantes en el hogar, la escuela o el trabajo, en la prestación de servicios y en lugares públicos.
El problema se ha convertido en un lastre predominante en la contemporaneidad, de ahí el reclamo de instituciones pedagógicas nacionales e internacionales porque se implementen o retomen programas educativos afines.
Palabras mágicas como ‘gracias’, ‘por favor’, ‘disculpa’, ‘buenos días’, ‘hasta luego’…, cada vez se emplean menos.
También se olvida con frecuencia adoptar conductas tan sencillas como auxiliar a un anciano al cruzar la calle, ceder el asiento a una embarazada o impedido físico y hasta pedir permiso cuando se pasa entre personas detenidas.
A diario vemos cómo se atenta contra la propiedad colectiva: paredes escritas, puertas de instituciones que retumban por la forma en que se tiran, ómnibus maltratados y teléfonos públicos víctimas de sañudas acciones.
Al igual somos testigos de menores tuteando a sus maestros, profesores y adultos en general, e incluso, interrumpiendo conversaciones no acordes con su edad. Y qué decir del uso y abuso de palabras obscenas.
Revertir tal situación es una tarea larga y difícil que compete no solo a la escuela. También se necesita del apoyo consciente de la familia y de la sociedad en su conjunto.
Y por encima de todo, urge dar el ejemplo. Para tener esa nación culta a la que tanto anhelamos se precisa que en el orden individual cada quien se examine —sea de la generación que fuere—; tener disposición a aprender; a cambiar, a sabiendas de que es posible lograrlo.
La buena educación debe ser nuestro pan de cada día.