La imprenta en Matanzas tiene una historia de más de 200 años. En ella se destaca la producción de libros dedicados a la ciencia.

En el año 1813 que se instaló la primera imprenta en la ciudad de San Carlos y San Severino de Matanzas. En ese momento llegó, por fin, el Siglo de las Luces a la que en un futuro aún lejano sería la Atenas de Cuba. Una situación política sui generis posibilitó la aparición de este adelanto tecnológico en la historia.

El autor de este avance fue Francisco Camero. A él se debe la primera publicación del Diario de Matanzas. Para el historiador y naturalista Francisco Jimeno, quien conservaba el ejemplar número 80 de este periódico, fechado el 8 de abril de 1813, comenzó a publicarse en el mes de enero. A Camero le siguió José María Marrero, editor de El Patriota y de los primeros folletos impresos en la ciudad.

Sin embargo, nacida como resultado de una conquista tan fugaz como la libertad de imprenta, aquella primera etapa de la imprenta en Matanzas duró lo mismo que este derecho constitucional. Fernando VII restableció el  absolutismo en 1814 y volvieron las sombras a Matanzas. En 1821 fue que el invento de Guttenberg pudo quedarse de forma definitiva.

En esta fecha arribó desde La Habana el impresor Juan Justo Jiménez, fundador del taller “La Constancia” y de los diarios Semanario de Matanzas y Eco de Matanzas. La Imprenta del Gobierno, dirigida por el estadounidense Tomás Federico Kidd, se estableció en 1824. Era una necesidad de las autoridades y del capital privado, debido a la creciente importancia que adquiría la ciudad.

La imprenta en Matanzas tuvo como tarea histórica satisfacer las necesidades de información de la burguesía local. Todas las esferas del saber tuvieron cabida en el quehacer editorial de la ciudad. La ciencia, de fuerte contenido autóctono y práctico, no se quedó atrás.

De 1827 en adelante los libros y folletos sobre ciencia serían una constante en los saldos anuales de los talleres yumurinos. Sin embargo, no por eso su número sería significativo, ni mucho menos un porciento elevado dentro de la producción bibliográfica local. Hay que recordar la situación de abandono en que se encontraba la ciencia cubana, sin apoyo oficial y sólo sostenida por el esfuerzo individual de los propios investigadores.

Pionero de la bibliografía científica matancera fue Examen de las aguas minerales de San Pedro, publicado en 1827 por Juan N. Casanova. Después le seguirían en 1832 textos como las obras Higiene…, de los franceses Chevalier y Vavasseur, y la Guía de ingenios…, de Alejandro Dumont, considerado el primer incunable matancero de importancia. El sabio Esteban Pichardo publicó en 1836 su Diccionario provincial de voces cubanas, recopilación filológica de importancia trascendental. Dos años más tarde dio a conocer la Estadística y geografía judicial de Matanzas.

Después de 1839, momento en el que comenzó el ascenso de los estudios científicos en el territorio matancero, se publicaron obras como Nociones elementales de geografía (1844), de Francisco J. de la Cruz. También aparecieron Nociones preliminares de dibujo lineal (1846), de Miguel Escalada; Nociones preliminares de geometría (1849) y Nociones elementales de geografía (1854), ambas de Salvador Condaminas, y la Nueva cartilla geográfica (1854), de José del Monte. Estos libros, tuvieron varias ediciones y se utilizaron como textos en las escuelas privadas de la ciudad.

En respaldo a la creciente producción azucarera se publicaron varios títulos, aunque su cantidad y calidad sería insuficiente. Se imprimieron en 1847 la Instrucción para el uso y administración de la cal en la elaboración de azúcar, de José Pizarro y la Instrucción para el gobierno de un ingenio de elaborar azúcar, de R. Valdés. Posteriormente se editó el Tratado general de escuela teórico-práctica para el gobierno de los ingenios de la isla de Cuba, de José Montalvo (1856), considerado el mejor de los de su tipo en Cuba.

Vinculados a la farmacia y la medicina aparecieron los folletos Tratado del mercurio (1845) y Adulteración de alimentos, bebidas y medicamentos (1854), de Juan F. Michelena. Los Consejos…, relativos al cólera, publicados por José M. Carbonell en 1850; el Método curativo para el uso de la zarzaparrilla vinosa (1852), de Ambrosio C. Sauto; la Excursión higiénica por Matanzas, de Pedro Cartaya y El instructor…, de Joaquín Bramon (ambos de 1860), expresaron el nivel alcanzado por las ciencias médicas en la ciudad.

La década de los años 60 traería consigo las obras más perdurables y reconocidas del siglo XIX. Entre ellas los Elementos de Física (1861), por Fernando Domínguez y Sebastián A. de Morales, así como Investigaciones generales sobre las enfermedades de las razas que no padecen la fiebre amarilla (1865), escrita por Henri J. Dumont y publicada en Cárdenas. También sobresalieron el Ensayo sobre la locura de Don Quijote de la Mancha (1866), de Manuel J. Presas y la Guía del profesorado cubano (1868), de Mariano Dumás.

Durante la Guerra de los Diez Años (1868-1878), por razones lógicas, no hubo impresiones destacadas. Quizás la excepción sea la Nueva cartilla geográfica de la Isla de Cuba (1875), escrita por Antonio L. Moreno, que alcanzó cerca de veinte ediciones, incluso después de inaugurada la república en 1902.

En las últimas décadas del siglo XIX también vieron la luz libros representativos del desarrollo intelectual y científico matancero. Singular importancia poseen los textos Aventuras de un mayoral (1882) y El ingenio (1883), del agrónomo Juan B. Jiménez. Otros, como La física para el pueblo, de Rafael Rossi, y Ligeras nociones de historia natural, de Eduardo Díaz, publicados ambos en 1884, apuntalaron la labor educativa local. Lo mismo hicieron Nociones elementales de fisiología (1885), de Alfredo Falcón; Compendio de geografía (1888), de Miguel Garmendía y Nociones elementales de psicología (1895), de Mateo I. Fiol.

En el balance de los libros de ciencia publicados en Matanzas durante el siglo XIX, sobresalen los dedicados a la enseñanza, sostenedores bibliográficos de sus célebres colegios e institutos. No obstante, quedaron por editar proyectos como Flora cubana, de Sebastián A. de Morales, que se da por perdida. También las grandes obras de Juan C. Gundlach acerca de la fauna cubana sólo pudieron ser publicados en La Habana. En cuanto a la industria azucarera y la agropecuaria, no hubo correspondencia entre el nivel económico alcanzado y la producción bibliográfica sobre esas ramas.

Lo más positivo fue que la ciencia matancera quedó impresa para siempre. (LLOLL)

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