En 1804, el Obispo Juan José Díaz de Espada y Fernández de Landa realizó una visita pastoral a Matanzas. En el informe elaborado quedó recogida la belleza de la naturaleza local.
Juan José Díaz de Espada y Fernández de Landa llegó a Cuba en 1802. Dos años antes había sido designado Obispo de La Habana. Nacido en Arróyave, poblado de Álava en el País Vasco español, el 20 de abril de 1856, estudió en Salamanca, donde recibió una formación católica-iluminista. Desde temprano sobresalió por sus condiciones como religioso y la defensa de ideas modernistas e ilustradas. Esto influyó en su designación para ese alto cargo eclesiástico.
Durante los 30 años que vivió en Cuba, el Obispo Espada realizó una labor admirable, encaminada a la transformación de la sociedad cubana. Esto abarcó, desde la enseñanza hasta los lugares de enterramiento, desde el arte hasta el modo de entender la relación de los curas católicos con el pueblo, entre otras muchas esferas. Al fallecer, a los 76 años, el 13 de agosto de 1832, ya su nombre estaba inscrito en la historia de Cuba para siempre.
Un viaje pastoral
Con el objetivo de conocer la diócesis a su cargo, el Obispo Espada planificó una visita pastoral por el occidente de Cuba, territorio que cubría la diócesis a su cargo. De acuerdo con el historiador Eduardo Torres-Cuevas:
“Su objetivo era conocer personalmente la situación económico-social del obispado y las condiciones de la Iglesia en las distintas zonas del occidente de la Isla. Ello le permitiría discutir con los esclavistas cubanos sobre la base de un amplio conocimiento de la situación real del territorio. En la visita lo acompañó fray Hipólito Sánchez Rangel, quien nos legó los pormenores de ella”.
Gracias al religioso español Fray Hipólito Sánchez Rangel, encargado de relatar la Visita Pastoral de 1804-1805, se conocen hoy las particularidades de aquel recorrido. Aunque no fue escrito por el Obispo Espada, el informe debió contar con su aprobación. En su contenido aparecen varias referencias a la admiración que sintieron los visitantes por la naturaleza cubana. De manera especial, hay que destacar lo que escribió Sánchez Rangel acerca de lo que observaron en Matanzas.
Un río y su ciudad
El 1 de febrero de 1804 la comitiva que acompañaba al Obispo Espada llegó a Matanzas. De acuerdo a la relación escrita por Sánchez Rangel, al arribar a las cercanías de la ciudad los participantes en el viaje comenzaron a admirar la naturaleza matancera. Así lo comentó:
“El camino para esta ciudad, fue mucho mejor, y más alegre, por la variedad de montes y por venir a la orilla del río de San Agustín. Vimos a las márgenes de este los molinos del Rey, el de la Marquesa Justis, a donde nos bajamos un rato a ver y considerar aquellas fábricas, con anchos prados, hermosos y abundantes de jicoteas o galápagos, y también de patos: los unos paseaban sobre las aguas y los otros se iban sobre las yerbas a tomar el sol y levantar su gaita”.
La llegada a Matanzas sirvió para anotar cuestiones relativas a su historia, hasta ese momento casi huérfana de hechos significativos. No faltó la mención al hecho histórico que dio nombre a la bahía, a la ciudad y más tarde a toda la región. Así lo escribió Sánchez Rangel:
“El nombre de Matanzas toma su origen de unos herederos españoles que llegando a este puerto el año 1514 a los principios de la conquista fueron anegados por los indios, unos en la bahía, y otros ahorcados en una seyba [sic]”.
“Su fundación se comenzó el año 1693 a 10 de octubre. El sitio es un alto llano y hermoso en donde se halla hoy lo principal de la población y la iglesia”.
Ya en la ciudad, la vista desde la orilla del río San Juan les impresionó. Llamó la atención, en especial, la naturaleza casi virgen y las casas construidas en sus márgenes:
“La [calle] que baja por la orilla del río Cañas o de San Juan, es hermosísima por la vista de dicho río en cuyas orillas se ven mucho género de juncos, cañas chontas y la mayor frondosidad, y por sus casas las más de mampostería y algunas bien grandes y mejor edificadas”.
También la bahía de Matanzas hizo que los viajeros quedaran absortos de admiración. La imponente belleza del principal accidente geográfico de la ciudad, hizo escribir palabras como estas:
“La bahía que viene a estar al Oeste de la ciudad, sirviéndole de corona, es hermosísima como de dos leguas de largo, y dos de ancho, y por la boca se va angostando conforme se introduce en la tierra. Desde la ciudad hasta el otro lado que viene a ser el remate de la dicha bahía, tendrá como un tiro de cañón. La adornan tres fortificaciones una a la parte de la ciudad que llaman el Castillo, porque se registra la mar y los dos ríos Jumurí [sic] y Cañas, y aún la entrada del frente que entra en la mar”.
“Esta bahía es sin duda de las más hermosas y capaces. Está rodeada de monte muy vistoso pero se ve siempre desamparada de gente y rara vez hemos visto en ella arriba de cuatro o seis barcos”.
Lejos estaban de imaginar los visitantes la importancia que cobraría, con el paso de los años, la bahía de Matanzas. Nada en 1804 hacía pensar en el desarrollo que tendría la ciudad, ni sus alrededores, potenciados por la producción y exportación de azúcar. En el breve lapso de dos décadas crecimiento económico comenzó a aumentar de forma vertiginosa y esto se reflejó, especialmente, en el movimiento de barcos en la bahía matancera.
No faltó la mención, en el informe sobre la visita pastoral del Obispo Espada, al principal edificio de la ciudad en aquellos años: el Castillo de San Severino. En la actualidad, con los alrededores urbanizados e industrializados, es difícil de imaginar la vista que ofrecía la fortaleza por aquel entonces, como centinela de la ciudad en medio de una campiña verde:
“Pasando el Jumurí [sic] hacia el Occidente, se encuentra a la lengua del agua el Castillo de San Severino, como un cuarto de legua de la ciudad, y al remate de la falda de una vistosa loma”.
La cueva de La Campana
Otro aspecto de la geografía matancera que llamó la atención del Obispo Espada y de los que lo acompañaban, fueron las cuevas. Se conoce que una de las que visitaron fue la actual cueva de La Campana. Hay que destacar que lo planteado por Hipólito Sánchez Rangel en el informe sobre la visita pastoral, se considera el primer informe en la historia de la espeleología cubana sobre exploración de una cueva. Es, además, la primera noticia acerca de la presencia de una dignidad eclesiástica tan importante en una cueva cubana.
Con este párrafo comenzó la relación sobre la cueva matancera:
“Viniendo de la Habana por las orillas del río Cañas, y mirando al Norte como un cuarto de legua de la ciudad, se hallan en una especie de bosque claro y no muy lejos de algunos cerros, ciertas cuevas subterráneas de un aspecto el más admirable y asombroso, cuya vista insensiblemente, conduce a la admiración y al espanto; al paso que recrea el alma con las más sublimes ideas. La majestad con que se presentan a los ojos, soberbios y magníficos monumentos de la naturaleza, encanta y sorprende. Al más diestro arquitecto y al más sabio naturalista, le faltarían voces y términos adecuados para describir con oportunidad un con junto de fenómenos tan estupendos, tan raros y tan asombrosos. En mi concepto se afanan los reyes y poderosos en elegir sepulcros, fabricar panteones, y mausoleos que contengan en sí majestad y decencia para sepultar sus cuerpos con el fin de inmortalizarlos y que su memoria sea eterna y respetuosa en la posteridad; pero estos asombrosos monumentos de que voy a hablar, sobre pujan y son más propios para dichos fines que todas las invenciones del arte”.
No omitió ningún detalle Hipólito Sánchez Rangel, al describir la entrada del lugar y la impresión que les causó:
“Llegamos a sus bocas por entre peñascos y monte inaccesible, nos introdujimos sucesivamente por todos sus pavimentos, vimos con espanto y admiración aquellos espectáculos admirables y nunca bien ponderados, por la profunda sabiduría del autor del universo que allí resplandece, y con una voz silenciosa, reprende la indiscreta curiosidad del hombre. Nos embargaba las lenguas aquella vista y sólo nos permitía hacer algunas débiles comparaciones. Cada cual prorrumpió llevado de un entusiasmo nunca visto: ¡válgame Dios! ¡Qué admirable es Dios! ¡Qué prodigiosa y llena de arca nos inescrutables es la naturaleza!”.
Una vez dentro, continuó la descripción de Sánchez Rangel:
“A la primer entrada que tiene un aspecto sombrío y al parecer horroroso, por los troncos de robustos árboles, enramadas y aglomerados peñascos que la rodean y entretejen escaseando la luz y aumentando el pavor y asombro, nos hallamos en una primorosa sala ovalada perfectamente, con un declive de columnas en el medio, procedentes de la filtración de las aguas que se introducen por la piedra que sirve de techumbre a toda la circunferencia de esta obra o artificio natural. Viene a ser como de 50 a 60 varas alrededor, sobre un piso arenoso y extremadamente llano, cubierto de inmensidad de moldaduras de distintos aspectos: unas en forma de pirámides, hacia abajo, estas guardando la figura de perfectas conchas, las otras representando un exquisito bordado y aquellas un sin número de ideas, todas extrañas y de la mayor hermosura. Por una rinconera de dicha sala nos introdujimos en una especie de Elaboratorio de Química a la manera de un espacioso nicho y allí vimos casi enteramente cristalizándose la piedra por efecto de su mayor y más perceptible filtración, produciendo insensiblemente columnas, grupos y pirámides, cuyos esmaltes de distintas clases resaltaban con luces que llevábamos, formando a nuestra vista una infinidad de coloridos, los más graciosos y admirables”.
“Esta viene a ser la primera cueva en cuanto a sus principales partes y omitiendo todas sus menudencias de varias bocas, de otros tantos arquitos pequeños, hendiduras y muchos riscos, cuya descripción pudiera ser fastidiosa, diré algo de lo que resta. A la izquierda de la entrada de dicha cueva se ve otra boca en forma de un arco grande, pero desigual. Entramos allí precediendo varias luces y prácticos y fuimos descendiendo por un derrumbadero a la distancia de tres varas. Esta es otra bóveda perfecta, aunque no tan regular, y como la tercera parte de la primera. Aquí no hallamos cosa particular más que algunas lomas formadas de la filtración como a los rincones, varios conductos y quebraduras y una especie de mortero vuelto al revés, tan redondo por arriba como una bola o naciendo del mismo suelo. Este también está lleno y presenta bastante humedad. De aquí entramos con alguna dificultad y medios corcobados por otra boca que gira hacia la izquierda y allí vimos otro pavimento cuadrilongo, todo como si fuera un aposento lleno de muebles, confundido con infinitos derrames piramidales de otras tantas clases y figuras que ha producido la misma piedra de su techo. Por hallarse muchos de estos derrames, unos en el aire, y otros estribando en el suelo, no se puede ver de un golpe todo aquel precioso laberinto, pero discurriendo por varias entradas y salidas, admiramos una especie de capilla adornada de variedad de columnas, muchos cuartitos y otros tantos como nichos, infinitos grupos, varios agujeros y fenómenos con un continuo estiladero de agua”.

Como si no bastara, el Obispo Espada y su comitiva, continuó visitando otra parte de la cueva, que también les despertó sentimientos de admiración por la belleza natural que contenía:
“Salimos en fin y nos condujeron a otra segunda cueva en la que tuvimos más que admirar. Entramos por un derrumbadero de piedras bajando a un estrecho plano como de ocho a diez varas en circuito en donde hallamos derrames de la misma piedra y pocas figuras. Aquí se tocó uno de aquellos grupos y sonaba como una campana. Después nos introdujeron por una estrecha boca bastante baja y nos hallamos en un pavimento grande espacioso de varios derrames y columnas y seguidamente en otro pavimento, cuyas circunstancias encantan. Es desigual en el pico y circunferencia y por tanto, más hermoso. No se puede ver de un golpe todo aquel magnífico edificio por la variedad de plantas de rinconeras y terrados, que se hallan en él y se conduce hacia la profundidad por entre piedras escarpadas y aguanosas presentando desde su centro al que mira hacia una de sus partes colaterales hasta el extremo superior de la bóveda, un monumento el más respetuoso y magnífico, columnas, estatuas, grupos y cascadas con una infinidad de derrames chicos y grandes que forman exquisitas labores de concha, de cortinas rizadas de bordados, y unos grandiosos obeliscos, todo interpolado y lleno de unas ventanas y puertecitas. Se vio a beneficio de unas luces que introdujeron unos muchachos estando nosotros en el centro como quien ve a lo lejos un montecito espeso y oscuro, iluminado por varias partes, presentando variedad de objetos los más lisonjeros y resaltando con las mismas luces una infinidad de esmaltes lo más gracioso”.
“Allí se admiran, a otro lado unos como montones de nieve, paciendo de la misma piedra y filtraciones, varias hendiduras, que forman otras tantas cuevitas y otras bocas profundas que presentan un pavor espantoso, por no saber hasta dónde y por dónde se conducen, en medio de una oscuridad inmensa. Por entre peñascos y por varios pisos y aspectos de la misma especie nos introdujeron en la última cueva que por su construcción y variedad viene a ser un majestuoso y magnífico templo. Su figura en el fondo es ovalada, pero tiene unas obras o cortaduras que forman dos como cepillos, la una con desigualdad en el piso. Este por el resto de todo aquel espacio es llano y de una miga de tierra muy blanda. Es un embeleso y excita una devoción respetuosa, su silencio y majestad. A la entrada se ve una especie de abanico que baja pendiente como un techo que se desprende de la misma bóveda y remata en el suelo como puño y en forma de arco. A lo lejos se registra una tronera o puerta chica que envía una escasa luz al dicho templo y le presenta por aquel agujero una cordillera de peñascos y troncones de árboles. Aquí hallamos una porción de murciélagos, y en el suelo algunas semillas secas, y cangrejos muertos. Hay en estas cuevas tanta variedad de cosas que confunden su descripción en el entendimiento más despejado y no presenta términos a la lengua más expedita. A la entra da de una de ellas se halla una pila cortada en la mayor propiedad lo mismo que un corazón, y en otra una fuente de exquisita agua que bebió S.S. Iltma., yo y algunos otros. Dicen también que se halla una estatua que representa a Judas en la horca, pero yo no vi tal cosa. Sería de desear que los que hacen estudio de la naturaleza vinieran a ver y describir con toda propiedad un conjunto de fenómenos tan admirables y tan raros. Salimos en fin llenos de un sagrado entusiasmo y confabulando cada cual según las ideas que había concebido nos restituimos a nuestra casa entre diez y once de la mañana, habiendo salido de ella a las siete”.
En la actualidad existe un proyecto para el rescate de la cueva de La Campana, uno de los primeros lugares turísticos de Matanzas. Entre los datos que configuran la trascendencia del lugar está, sin lugar a dudas, la presencia allí, en 1804, del Obispo Espada.
Río Canímar
Otro de los ríos matanceros, el Canímar, también fue visitado y admirado por el Obispo Espada y sus acompañantes. Así lo expresó Sánchez Rangel:
“Este río es uno de los que desembocan en la bahía de Matanzas. Aunque no es muy caudaloso, sin embargo, por donde lo pasamos, lleva su buena porción de agua y esta es clara y muy grata al paladar”.

La descripción del río Canímar que nos dejó Sánchez Rangel, reflejó dignamente la belleza del lugar:
“Al paso de dicho río, ofrece a la vista mucha hermosura y majestad. Tiene al frente hacia la derecha el nacimiento de una montaña que gira por todos los márgenes del río, montuosísima y en extremo frondosa por participar de las humedades del agua, la que se deja ver culebreando por entre robustos troncos, y al frente de una vega muy verde, que sigue sus márgenes al lado opuesto de dicha bahía. Generalmente todo aquel aspecto es graciosísimo porque hallándose en una especie de cañada, por donde pasa el río se ve a este salir por un inmenso bosque por la derecha y a la raíz de una montaña que parece un laberinto por su variedad de árboles, de rocas, y de otras vistas hermosísimas y por la izquierda se va escondiendo también por entre las montañas de otros montecitos y vegas de igual frondosidad y hermosura. Pasando este río se ve una gran cuesta de muchas piedras que llaman de Canímar y por entre robustos árboles y bosques a un lado y otro nos hallamos en lo alto, que viene a ser la cumbre de todas aquellas montañas. Seguimos por aquí el camino ya muy llano y hermosísimo por su mucho monte que ofrece variedad de árboles frutales, y entre ellos con más abundancia el limón”.
Concebida con la intención de conocer la diócesis que dirigía, el Obispo Espada visitó Matanzas en 1804. En el informe que se redactó abundan, junto a datos sobre la sociedad de la época y con lujo de detalles, los criterios sobre la belleza de la naturaleza de la comarca. Los ríos y cuevas de la zona, que se harían tan famosos con el pasar de los años, fueron admirados por el prelado y los que le acompañaban. La descripción que hizo Hipólito Sánchez Rangel de este viaje, nos remite a una época pasada, la misma que cimentó el futuro prestigio de lo que sería la Atenas de Cuba.