A veces la vida no te lleva por el camino que soñaste, pero sí por el que necesitabas. Juan Carlos Rivera González quería estudiar Historia en la Universidad de La Habana. Pero el destino, con su manera misteriosa de escribir biografías, lo llevó al pedagógico. Y ahí, sin saberlo, comenzó la historia más importante de su vida: la de convertirse en maestro.
“Si yo supiera que mi vida iba a ser como fue, me hubiese arrepentido de no haber cogido el pedagógico”, dice hoy, con la voz de quien ha vivido mucho y ha amado cada paso.
Tenía apenas 20 años cuando lo seleccionaron para el Destacamento Pedagógico Internacionalista Che Guevara. Era un muchacho, con más sueños que certezas, cuando lo enviaron a enseñar historia a Angola, en plena guerra. Vivía con un fusil AK al lado de la cama, sin agua ni electricidad durante semanas. “Eso uno lo hace a los 20 años”, dice, con una sonrisa que mezcla orgullo y asombro.
Allí dejó a su hijo recién nacido. Lo vio por última vez con seis meses en brazos de su madre. Y durante dos años, ese recuerdo fue su refugio y su fuerza. Cuando regresó, el niño ya caminaba, hablaba, tenía un rostro que él no conocía. El reencuentro fue en plena Quinta Avenida, en La Habana. “Yo me acuerdo que veo a mi madre con mi niño en medio de la calle… y ahí lo vi. Imagínate”.
No hubo palabras. Solo una imagen que se le quedó tatuada en el alma: su madre sosteniendo al niño que ya no era un bebé, y él, parado frente a ellos, con el corazón desbordado. “No se me olvida cómo lo vi”, dice, como si aún lo estuviera viendo. Fue un instante suspendido en el tiempo.
Treinta años después, volvió a Angola. No a Luanda, pero sí al país que lo cambió. Y cuando regresó a la capital, fue al edificio donde había vivido. No subió, ya estaba habitado. Pero se reencontró con Georgina, la vecina que le prestaba el teléfono, y con el niño al que una vez le llevó juguetes, que ya no era un niño, era un hombre pero que aún lo recordaba porque hay gestos que no se olvidan.
Al regresar en 1986, comenzó su vida en la educación superior. Recorrió toda la provincia atendiendo la práctica laboral de los estudiantes. “Eso me marcó. Hoy mi hijo me pregunta: ‘Juanca, ¿de dónde tú conoces tanta gente?’ Y es que han sido casi 40 años dando clases. Donde quiera que voy, alguien me saluda. Y eso… eso es hermoso”.
No se considera el mejor profesor de historia. Pero sí alguien que la vive. “La historia es mi pasión. Y no solo la historia: la geografía, la literatura, el cine… todo lo que la rodea. Enseñar eso es lo que me hace feliz”.
Durante el período especial, cuando muchos se fueron a Varadero buscando mejores ingresos, él se quedó. “No me veía sin dar clases de historia. Este es mi lugar”.
Para Juan Carlos, el respeto no se impone. Se gana. Y se gana con preparación. “El alumno no te respeta porque grites. Te respeta porque estás preparado. Porque si no sabes algo, lo investigas y al otro día tienes la respuesta. Porque te preocupas por cómo enseñar, no solo por qué enseñar”.
Es obsesivo con la puntualidad y el vestir. “Antes de hablar, ya estás diciendo quién eres”. Pero más allá de la forma, lo que le importa es el fondo: emocionar. “Si el profesor no se emociona en el aula, los medios no van a convencer a nadie. La historia se enseña con razón, sí, pero también con corazón”.
Y lo dice con la voz entrecortada, como quien ha llorado en silencio por su país, por sus estudiantes, por su historia.
Tiene 63 años. Le faltan dos para jubilarse. Tiene un disco duro lleno de películas históricas por ver, libros por leer, nietos por abrazar. Sueña con sentarse frente al mar, libro en mano, y dejar que el tiempo pase sin prisa.
Pero también sabe que su deber no ha terminado. “No soy el único que puede estar al frente del departamento. Como yo sustituí a alguien, alguien me debe sustituir a mí”.
Y lo está logrando. En su departamento hay más de una decena de profesores jóvenes, llenos de ganas, de ideas, de futuro. “Eso es un estímulo. La única forma de ayudarlos es prepararlos para la vida”.
Juan Carlos Rivera González no es solo un profesor. Es un sembrador de ideas, un tejedor de memorias, un hombre que convirtió la historia en un acto de amor. Y mientras la universidad lo necesite, él estará ahí. Con su puntualidad impecable, su voz firme, su corazón lleno de historias por contar.
Porque hay maestros que enseñan con libros. Y hay otros, como él, que enseñan con su amor infinito.
Tomado del Perfil de Facebook de la Universidad de Matanzas
