Habíamos tenido que postergar aquella entrevista en varias ocasiones. Cuestiones de salud así lo determinaron. Nos conocimos mediante reiterados encuentros telefónicos en los que insistía yo, con sumo cariño, y ella aceptaba agradecida mis intenciones de escribir sobre su vida, pero «no creía que fuera para tanto», me explicaba jocosa con su voz pausada e inconfundible.
Aquella tarde de noviembre, después de la continua incentiva de un colega en que no desistiera en mi propósito de entrevistarla, llegué su casa en el reparto Armando Mestre de la ciudad que la vio nacer.
En la sala de su hogar, colgados en la pared, los reconocimientos al talento y las fotos de una vida entera dedicada a la radio, fueron testigos silenciosos de los nervios que trataba de ocultar mientras le comentaba sobre el objetivo de mi trabajo.
Desarrollamos una empatía rara ese día, como si nos conociéramos desde siempre. Su sonrisa bonachona y su carisma me hicieron sentirme inmediatamente como en una conversación entre amigas. Magaly lo ignoraba pero mi admiración por ella había nacido hacía años, cuando ni siquiera pensaba en estudiar periodismo, pero escuchaba su crédito en las novelas de la radio, los humorísticos, los programas campesinos y noticiarios.
Pasamos alrededor de cuatro horas conversando y cada pasaje conseguía mantenerme atenta. Podía sentir como sus respuestas la emocionaban. Allí estaba, contándome su vida con un nivel de detalle increíble. Sonreía mucho y sus ojos brillaban con la intensidad de quien se aventura de nuevo en algo que lo apasiona.
Me sentía dichosa de compartir su buena vibra como aquellos mediodías de domingo en los que mi madre y yo, carcajeábamos cuando interpretaba los chistes en «Gracias por su risita».
Desde siempre se supo artista, una muy pizpireta, según su propia definición, y su talento continuaba intacto me demostró haciéndome algunas voces.
Mientras tomábamos café, Magaly, hablaba motivada de sus ganas de continuar trabajando. Su gran satisfacción fue haberse entregado toda, nunca haber guardado nada para sí, cuando de enseñar se trataba.
Sus dos grandes pasiones fueron la radio y el teatro, no podría vivir sin ninguna de las dos me confesó con los ojos llenos de lágrimas. Su voz, su manera de hacer, de transmitir, de corregir están pegadas al desarrollo de la emisora provincial que llegó a convertirse en su hogar durante más de 50 años.
«Me inspiraste confianza» me dijo, y me hizo apagar la grabadora para continuar hablando de locución, de periodismo, del respeto al público y de cuántos retos tenemos quienes somos artífices de la palabra.
La abracé muy fuerte cuando me despedí, sonreímos y me indicó que no perdiera el camino y regresara pronto. Volvimos a hablar por teléfono dos semanas después cuando le leí la entrevista acabada de publicar. Reímos juntas, cuando me increpó: «¿Oye no te cansaste de oírme?»
Ocho meses después, su partida me entristece profundamente. Releo su entrevista y vuelvo a verla en su sillón acomodándose cuidadosamente el pelo, escucho su voz inconfundible y percibo otra vez la ternura en su mirada.
Su impronta está allí, imperecedera, en los pasillos de la radio de su corazón, en el Grupo Dramático que tantas alegrías le propinó y al que tanto aportó. En cada estudio desde donde dirigió un espacio, allí bien cerquita del micrófono que no era para ella una extensión sino parte indispensable de su esencia. Magalis estará siempre en la niña que la abuela Tita animó a ir a la escuela al mencionarla en su programa infantil de la radio matancera. Está en la sonrisa de la señora que sufrió una parálisis cerebral y que a pesar de eso señalaba el reloj para que le encendieran el televisor para verla en el programa campesino de TV Yumurí. Magalis está donde me confesó quería llegar, en el corazón de la audiencia que la ovaciona como la gran artista que es.