El primer Torneo de Softbol de la Prensa, celebrado en 1995 en la provincia de Sancti Spíritus, con colegas en representación de cinco provincias, incluyó entre los reconocimientos un premio muy singular: el de líder en ponchetes recibidos.

Era, en efecto, algo inusual para un evento de tal naturaleza, pero no dejaba de tener su encanto. De algún modo lo justificaba la poca preparación deportiva de los jugadores y la avanzada edad de algunos de ellos.

Es decir, todo hacía pensar que se verían «horrores» en el terreno a lo largo del campeonato.

Aquella decisión de los directivos de la flamante Liga más bien parecía un chiste, una forma de tomarnos el pelo, de reírnos de nosotros mismos. Y en el fondo, no estuvo mal, pues después de todo, pensarían algunos, reír a carcajadas ayuda a ejercitar los músculos y es bueno para la salud.

Los autores de la iniciativa imaginaron quizás que era poco probable irse en blanco ante un picheo a la piña, también conocido como picheo de ofrecimiento. Pero nada más lejos de la verdad. 

En el primer desafío que efectuó nuestro equipo, un zurdo espirituano a quienes todos llamaban El Bizco propinó cuatro ponches consecutivos al que a todas luces debía ser el más recio de la guerrilla yumurina, nada menos que el de mayor responsabilidad en la alineación ofensiva.

Y fue así como, desde esa fecha tan temprana del evento, el destacado reportero unionense despuntó como el máximo aspirante al galardón que nadie quería para sí.

Del público que presenciaba el descolorido juego en uno de los terrenos de la ciudad del Yayabo se escuchó más de una vez un burlesco murmullo, y no faltó quien voceara: —Grande por gusto, vete a cortar caña a Matanzas—.

Todos jaraneamos y cruzamos bromas de toda índole. Era incomprensible que alguien no pudiera siquiera pellizcar la pelota lanzada por El Bizco, a una velocidad tal que parecía no iba a llegar nunca al home plate.  

Unas horas después del partido, a nuestro estimado amigo se le veía bien, algo tenso eso sí, pero confiado en su excelente forma física. Joven alto y vigoroso. Una etiqueta natural en el rostro reforzaba su toque de macho alfa. Lo tenía todo para ser el líder de aquella maltrecha cuadrilla de periodistas, en su mayoría ya en el ocaso de su ¿carrera deportiva? 

Para envidia nuestra, cuando el equipo llegaba a los estadios o a cualquier otro sitio, todas las miradas femeninas se posaban esperanzadas en aquel muchachón cerrero nacido y criado en el poblado de Unión de Reyes, la tierra natal de Malanga, el legendario rumbero.

Su único sueño era ser actor de teatro, tal vez bajo las lógicas influencias de los dramaturgos Abelardo Estorino y Pedro Vera. Dicen que ya a la altura del sexto grado pensó seriamente en ser bailarín profesional, en contra de la voluntad de un tío paterno, quien deseaba que el muchacho incursionara en la pelota.

Finalmente, para suerte suya y la de muchos, resolvió ser periodista.   

Fue en Sancti Spíritus, algunos años después, que se dolió de haber hecho caso omiso a la empecinada idea de su amado tío.

Apenas rebasaba por entonces los 25 años de edad. La primera noche en la villa deportiva, luego del primer choque en el que se tomó los cuatro ponches, lucía un pullover blanco ribeteado en negro que hacía relucir la musculatura exuberante. Nadie podía imaginar que aquel mozalbete jamás en su divina infancia había blandido un bate, ni siquiera en el portal de su casa.   

Los colegas más cercanos trataron de aliviar su disgusto.  

—Mañana es otro día, tú verás que las cosas te salen mejor—, le comentó el ya fallecido Roberto Riera Villar cuando las luces del cuarto del motel deportivo se apagaron y todos decidimos descansar los magullados cuerpos.

No pocos pensamos que a la siguiente jornada estaría dispuesto a comerse el terreno. Cuando despertamos, todavía sin salir el sol, quedamos pasmados de sorpresa al ver a aquel terremoto de buena salud con un parche en el rostro, una venda que no se quitaría ni para dormir en el resto del torneo con el evidente propósito de no jugar más y, por consiguiente, evitar la posibilidad de acumular más ponchetes. 

Se le veía lívido. Quedamos sin saber qué decir. Hubo quien sintió un poco de piedad. —Pobre criatura—, comentó en son de jodedera uno de sus fraternos amigos. 

Alegó que en la madrugada un «insecto luminoso» había dañado la córnea de su ojo izquierdo y tuvo que ir a la enfermería, historia que, por supuesto, pocos se la creyeron. Más bien pensaron que era una artimaña para evitar el anunciado premio del liderazgo de ponches. 

Nadie sin embargo le hizo el menor reproche, aun sabiendo lo mismo que él sabía: que en el elenco matancero éramos pocos y mal equipados y que aquella decisión suya, la de no empuñar más en lo que restaba de campeonato, ponía en serio aprieto al equipo.

Pero la vida y el destino tienen su desquite. En el acto de clausura de aquel primer torneo nacional de softbol de la prensa, el presentador que tuvo a su cargo la ceremonia de premiación, hizo una pausa en determinado momento y para que todos los presentes pudieran oír lo que iba a decir, levantó su voz socarrona:

«…Y nuestro premio flaco, con cuatro ponches recibidos, es para… el enmascarado de Matanzas…». (ALH)

El juego infinito

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