Los reinados no duran toda la vida. Eso pasa también en el deporte, donde las monarquías terminan por varios motivos, desde el paso del tiempo o la calidad del rival. Es la ley de la vida: lo viejo sucede a lo nuevo.
Ser el mejor en algo implica mucho más que ostentar esa categoría, pues conlleva una dosis extra de preparación y entrega. En los Juegos Olímpicos de París y en este tipo de escenarios, muchos monarcas han quedado en el camino.
Así le pasó a Julio César La Cruz, y esta vez tampoco pudo Arlen López. Ambos boxeadores partían para la prensa especializada y los directivos del deporte en Cuba como titulares indiscutibles de sus divisiones. Sigue pasando: triunfalismos por sobre estado físico.
A llorar a maternidad. Cuando se gana, eres un campeón sin importar todo lo que se pasó para llegar ahí, pero cuando se pierde buscamos las justificaciones más rebuscadas para ceñirle el revés. La derrota se debe digerir, aún más cuando se cae en un contexto así.
Los niños dejan de serlo, se convierten en adultos, pugilistas, competidores, rivales y ganadores. El boxeo cubano anda desperdigado por todo el mundo, y ejemplo de ello es que un quinteto de colectivos técnicos en estos Juegos tienen al frente a avezados entrenadores de la Mayor Isla de las Antillas.
Cuando se esparcen los conocimientos, es lógico que pase esto. Ahora, lo que no puede ocurrir es que un estilo o enseñanza permanezca inamovible, obviando contratiempos y duros reveses. El mundo evoluciona, y el deporte también.
El buque insignia del deporte cubano se ha hundido en París, amén del resultado general o las medallas. Yo, al menos, prefiero sentirme satisfecho por una pelea y decir al final: “el mío se batió como un rey”.