Han transcurrido 63 años de aquel viernes de espanto del 4 de marzo de 1960 y, al repasar las imágenes, es difícil no conmoverse ante tanta destrucción y dolor esparcido entre el mar y la tierra de la capital del país.

Eran alrededor de las 3:10 de la tarde cuando una enorme explosión sacudió La Habana, y un hongo de ribete negro se elevó sobre la zona portuaria de la bahía, oscureciendo el horizonte.

Había estallado el vapor francés La Coubre (llegado a Cuba esa mañana) durante la descarga de armamentos y municiones destinados a la defensa de la Revolución naciente. El escenario era desgarrador.

Aquella primera explosión dejó sin techo las bodegas, dañó la popa del barco y causó numerosos muertos y heridos; pero lo peor estaba por venir. Mientras obreros, policías, portuarios, bomberos, soldados y vecinos acudían al lugar para prestar su ayuda, una segunda detonación agigantó la tragedia.

Restos humanos, un fuego extendido y gritos de dolor por todas partes conformaron el panorama dantesco que cobró la vida a más de un centenar de personas, y dejó alrededor de 400 heridos.

En la Isla no hizo falta mucho tiempo para saber que aquel acto terrorista tenía como autor a la Agencia Central de Inteligencia (CIA) de Estados Unidos; siendo este el primero de una larga lista de sabotajes dirigidos a sembrar el miedo entre los cubanos.

Sin embargo, la respuesta de Fidel en el sepelio de las víctimas fue contundente: Cuba no renunciaría a su libertad ni a sus ideales. «No solo sabremos resistir cualquier agresión, sino que sabremos vencerla» afirmó; y desde entonces, en la Mayor de las Antillas, la convicción ha sido de ¡Patria o Muerte!; que es también la permanente firmeza de un pueblo que no olvida a sus muertos, ni vende su dignidad.

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