El reloj marcaba las cinco de la tarde, en ese horario el sol en Varadero rajaba las piedras. Entre la multitud de personas que caminaban por la calle 46, una mujer de mediana edad gritó emocionada: «¡Profeee!», saludando a Leonardo Amable Forcade, un mulato de sesenta y cinco años, fuerte y alto. Él sonrió al reconocer que era la madre de uno de sus alumnos de judo, disciplina que ha enseñado por más de cuarenta años.
Desde el otro lado de la calle, observaba la escena con atención. Al acercarme al dojo del que tanto había oído hablar, lo primero que percibí fue la atmósfera llena de risas infantiles y el golpe rítmico de cuerpos que caían sobre el tatami. No tenía dudas de que había llegado al lugar correcto.
En medio de todo el bullicio, decidí ir a conocer al famoso profesor Amable, quien no borraba la sonrisa de su rostro por nada del mundo. «Todo comenzó hace cuarenta años, era un joven inquieto con aspiraciones de ser alguien en la vida. Entonces llegó el judo, me encontró y jamás me dejó ir», me comentó mientras ajustaba su cinturón, en el que a simple vista noté sus iniciales.
Mientras conversábamos, los niños agitados y con caras rojas como un tomate, practicaban una técnica complicada. Su voz firme y cariñosa guiaba cada movimiento, corrigiendo posturas, animando a los más tímidos a intentarlo una vez más. «La clave está en creer en ellos», miraba con admiración cómo sus alumnos se enfocaban en mejorar. «Si todos tuviéramos un maestro tan apasionado y comprometido con nuestro éxito, tal vez el mundo estaría lleno de más personas brillantes y talentosas», dije en voz baja.
El tiempo transcurrió tan rápido que reaccioné cuando la alarma del reloj sonó, lo cual indicaba que eran las siete de la noche. Después de dos horas intensas de entrenamiento, la clase llegó a su fin. Familias comenzaron a llegar; padres, tíos, hermanos y abuelos recibían a los niños, quienes salían orgullosos de aquel lugar que ha sido testigo de victorias y derrotas. A los niños les encanta, no es difícil entender por qué. Comprobé una vez más, que la clase, por muy interesante que sea, si el profesor no la imparte con pasión y transmite buenas vibras, pierde gran parte de su magia.
Cuarenta años, un número de dos cifras tan fáciles de decir, pero que muy pocos saben el significado de construir un legado en la memoria muscular de cientos de alumnos. Leonardo Amable, no es solo un maestro, es el faro que ilumina y guía a las nuevas generaciones dispuestas a aprender este tipo de arte marcial. Aquel mentor que a las cinco en punto de la tarde «la hora mágica del judo», inculca a los estudiantes que en la vida subir al podio con una medalla no lo es todo; para él, la disciplina, el respeto y la superación personal, valen más que diez medallas de oro.
Leonardo cuenta cada pasaje de su vida con ese carisma que lo caracteriza cualquier persona que le conoce. Cuida de sus alumnos como si fueran sus propios hijos. Cada mañana la alarma suena a las seis. Él se levanta en busca de retos, de la nueva aventura que le ofrece el día tanto en la vida como en el deporte. Listo para subir una vez más al tatami, con la disposición de dar el cien por ciento en sus clases y con miles de recuerdos grabados junto a sus alumnos. Aquellos que, aunque pasen los años lo ven en cualquier lugar y le gritan:
-¡Profeee!
Lauren Quirós Alonso/Estudiante de Periodismo