La transformación urbana y económica de Matanzas en el siglo XIX marcó el nacimiento y esplendor del barrio de la Marina, un centro comercial vital junto al puerto que definió la vida económica y social de la ciudad. El devastador incendio de 1845 destruyó gran parte de este enclave, pero su posterior reconstrucción reflejó la resiliencia y el impulso renovador de Matanzas. Nuestra columna, “Espacios de Ciudad” presenta este jueves un acercamiento a la historia urbana y social de la ciudad yumurina.

La habilitación del puerto de Matanzas en 1792, con la posterior apertura en 1805 al mercado foráneo, daría inicio al acelerado esplendor económico de la ciudad.

La expansión urbanística del primigenio núcleo poblacional, la ciudad de entre ríos, comenzó en 1815 tras el proceso de desecación de las ciénagas que rodeaban el casco urbano junto a las márgenes de los ríos Yumurí y San Juan; incluidas las áreas anegadas del arroyo Sabicú que desde 1693 discurría diagonalmente por el extremo occidental del centro citadino.

Para 1818 comenzaría a definirse la conformación urbanística de la ciudad, en función del desarrollo económico en gestación. Nacía el barrio Pueblo Nuevo del San Juan.

La desecación de ambas márgenes del río Yumurí permitiría la rápida ocupación poblacional del antiguo Rancho de Pescadores, poblado desde 1530, en la ribera norte hasta su desembocadura en la bahía, surgiendo en 1827 el núcleo bautizado en 1850 como Versalles.

El vital centro comercial de la ciudad de Matanzas quedaría definido a partir de 1819 con la conformación del barrio de la Marina, contenido entre las calles de Contreras y Matanzas, al sur y al oeste respectivamente; el río Yumurí, al norte; y la bahía con el Muelle Real y la Plaza de la Vigía por el este. Con el paso del tiempo se convertiría en emporio comercial de primer orden para toda la vida económica, política y social de la ciudad, con su actividad condicionada por los beneficios del puerto.

Esta vida marinera que giraba en torno al puerto, se pobló de agentes de compañías; de consignatarios y armadores; de grandes casas comerciales y de contratación con escritorios propios; hospederías y posadas, modernamente equipadas y con variado servicio al cliente.

Como parte integrante del movimiento mercantil, estaban presentes todos los oficios y profesiones que lo complementaban: carpinteros de ribera, talleres de toneleros, talabarteros; estibadores y jornaleros.

Junto a los dedicados al comercio, los negocios y los servicios que ocupaban la Marina, estaba la otra población, la residente. La ciudad propiamente habitacional ocupaba entonces el área comprendida entre las calles de Contreras y la de Río, en rápida expansión hacia el occidente hasta la calle de Isabel II. Los dos barrios extra puentes se avecindaban ocupando los espacios vacíos en torno a la actividad comercial que crecía.

En los sucesivos años, la Marina se convertiría en emporio comercial de primer orden para toda la vida económica, política y social de esta urbe colonial; y a la que con razón en su momento de mayor esplendor se le denominara el cuerno de oro.

En 1845, un voraz incendio que durante once horas asolara la Marina, destruyó buena parte del barrio reduciendo a cenizas la mayoría de las viviendas y numerosos establecimientos comerciales allí instalados.

A las ocho de la mañana del 26 de junio de 1845, se producía un incendio originado en una callejuela ─en donde se acumulaba la hojarasca y escombros─ que servía de lindero al Café Rustán (calle Ayllón 14, entre Contreras y Manzano) y el traspatio de la fonda El Ciervo de Oro (calle Contreras 4, entre Ayllón y Magdalena), que amenazaba con extenderse a los inmuebles aledaños.

Las construcciones de madera y cubiertas de tejamanil, el hacinamiento en almacenes de mercancías de fácil combustión, más la fuerte brisa que soplaba, alimentaban el siniestro. Seis horas sin parar las campanas tocaron a fuego, mientras el voraz incendio en lugar de ceder a los esfuerzos humanos, tomaba cada vez más fuerza. Lo que había sido centro y depósito de la riqueza comercial de la ciudad era presa de las llamas.

A las tres de la tarde, extinguido el incendio, algunas llamas sobresalían entre los humeantes escombros en un intento de recobrar fuerzas, cebadas en las pilas de tasajo, maíz y otros efectos que no se pudieron salvar.

La voracidad del fuego solo pudo ser contenida al encontrar la resistencia que le oponían las edificaciones de mampostería de la parte alta de la ciudad. Dos manzanas delimitadas por las calles de Gelabert, Manzano, Magdalena y Ayllón casi desaparecieron del paisaje matancero; en las inmediatas hacia el oeste, numerosas fábricas sufrieron la voracidad del siniestro, no obstante haber sido controlado el fuego gracias a la diligencia de los bomberos y el uso de los cañones.

En el barrio fueron arrasadas 45 viviendas. De ellas, 18 casas con altos de madera y 3 de mampostería, cuyos almacenes o negocios de los dueños radicaban en el primer nivel; 16 con una sola planta de madera y 8 de mampostería, más una ciudadela.

Una somera enumeración de los daños ocasionados por el siniestro, no solo demuestra la magnitud del mismo y de las pérdidas materiales, sino que indica el poder económico, político y social concentrado en ese barrio matancero.

Según los libros del padrón general, a cargo de Miguel Escala, las mayores afectaciones se produjeron en la calle Contreras, en donde, con la excepción de la casa con altos de Isidoro García ─en cuya planta baja operaba un baratillo de ropas─, los inmuebles eran de madera; incluida la fonda El Ciervo de Oro, de Serafina Acosta.

En suma, desaparecieron doce casas, de estas, cinco con altos, cuatro accesorias, un café, e igual número de mercerías, carpinterías, zapaterías, sastrerías y depósito de vapores. También se arruinaron dos almacenes, y otros tantos baratillos de ropas, tabaquerías y barberías.

Le siguió en orden de destrucción, la calle Gelabert: nueve casas de madera, de ellas, siete con altos del mismo material, más dos de mampostería, seis almacenes de frutos y uno de vapores, una librería y un baratillo, más el café La Marina.

Las edificaciones de mampostería que sobresalían por su arquitectura en esa cuadra, correspondían a la vivienda y almacén de Vicente de Junco y Sardiñas (№ 7, esquina de Magdalena y Gelabert) y la № 8 de Bartolomé de la Mata (bajos de mampostería y altos de madera).

En la calle Ayllón dominaba la construcción de madera, lo que propició que entre las de Gelabert y Manzano, resultaran consumidas diez casas, entre ellas, seis con altos, cinco almacenes, y una cervecería, bodegón, cantina y cafetería; además del Café Rustán de Santiago Bayley, cuyo fondo coincidía con el del Ciervo de Oro, foco inicial del fuego.

La vía más poblada por familias humildes, Magdalena, perdió siete casas bajas de mampostería y dos de madera, una ciudadela y cinco accesorias. En tanto, en Manzano, la menos afectada, se quemaron dos accesorias, así como una casa baja de madera y otra de mampostería.

Entre los establecimientos y almacenes más prestigiosos, así como los grandes volúmenes de mercancías arruinadas por el fuego, destacan: la posada Recreo de los Vizcaínos de Nicolás Vila, el Café de los Americanos, la librería y baratillo de José Deville, el hotel del norteamericano Babin, los almacenes El Pasatiempo de Fernando Deville, entre otros.

El 30 de junio los matanceros contemplaban con satisfacción y esperanzas los primeros movimientos constructivos en las manzanas devastadas, que preveían la edificación de inmuebles de mampostería, material más resistente al paso del tiempo y las eventualidades de la cotidianidad. Las clases vivas defendían, intuitivamente, un principio urbanístico, llamaban a los propietarios de las dos cuadras frente al mar, Ayllón ─la artería principal de la urbe en ese entonces─, a que observasen una elegante uniformidad que diese estilo a sus casas, belleza y auge a aquel lugar tan concurrido […] preferido por muchos motivos para el giro económico…”.

El 1º de octubre ya se apreciaban cambios en el paisaje, muchas construcciones (casas y almacenes) estaban a punto de terminación y otras abrían sus puertas; la Marina renacía como el Ave Fénix. En diciembre la casa con altos de Isidoro García (Contreras), las de Azanza y Deville (Gelabert), antes edificios de madera y de modesta apariencia, se levantaban con solidez y gracia.

Los almacenes con dos pisos, el de la viuda de Corrons y el de Dehognes (Ayllón), descollaban entre los más bellos exponentes constructivos del barrio; tan renovados, que resultaba difícil creer el estado ruinoso en el que habían quedado reducidos poco antes. En el palacete de Vicente de Junco los peones trabajaban con premura y se buscaba el mejor cedro de la Isla para acometer la reconstrucción. Las obras se prolongaron por más de un año hasta que el inmueble exhibió la sobriedad que aún hoy conserva.

Quedada atrás, confinado a las páginas de la historia, el lamentable incendio que convulsionó a la ciudad matancera de la época.

La Marina perdió su esplendor desde finales de los sesenta del siglo XIX, no solo por las coyunturas políticas ─en modo alguno por el siniestro─, sino también por la fuga de los capitales invertidos en el despegue económico y su pobre sucesión, el desplazamiento del centro comercial y residencial de la ciudad, más el nacimiento de una nueva burguesía que aspiraba a la exclusividad que le podían brindar otros solares urbanos alejados de la bahía y la vida marinera.

Las antiguas mansiones se fueron convirtiendo en ciudadelas donde residían los trabajadores del puerto, libertos y sus familias. El barrio devino sede privilegiada de las religiones de origen africano, en buena medida asociadas a los portuarios y su idiosincrasia, como también lo fueron sus zonas de tolerancia, a tono con el movimiento de buques y marineros.

Para el inicio del decenio del sesenta, el activo centro comercial que constituía la Marina comenzaría el sucesivo desplazamiento hacia el sur de la calle de Contreras, con el mantenimiento del contacto con la zona portuaria y La Vigía como enlace con la red fluvial del San Juan al este de la ciudad.

Al mismo tiempo que este traspaso comercial transcurría dentro de la ciudad, acontecía la marginalización del otrora emporio económico de los años de despegue.

Adrián Álvarez Chávez/Cubadebate

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