Breves apuntes sobre la fortaleza milenaria que define a Irán en el tablero geopolítico actual

Imagínese usted, querido lector, un mapa del mundo. Ahora, enfoque en ese cruce de caminos que llamamos Medio Oriente. ¿Qué ve? Para muchos, influenciados por décadas de titulares belicosos y epopeyas hollywoodenses distorsionadas, es un polvorín eterno, un territorio de «salvajes» en perpetua contienda.

Lamento desmontar el estereotipo, pero la realidad histórica, esa testaruda compañera, es infinitamente más rica, compleja y, sobre todo, más antigua que la narrativa simplista. Y en el corazón de este laberinto geopolítico actual, un actor desafía con una resiliencia inquebrantable: Irán.

Su fortaleza no nació ayer; es la culminación de milenios de civilización, una identidad forjada en la adversidad y una conciencia política aguda que trasciende lo meramente religioso.

Empecemos por despejar el humo de la propaganda. La idea del Mediterráneo como «cuna única de la civilización», perpetuada incluso por organismos internacionales en documentos recientes -como ese artículo de la ONU de 2013 que menciona Jericó y luego salta a los Ptolomeos-, es un reductio ad absurdum eurocéntrico.

Como bien señala el colega Alejandro Sánchez en un reciente artículo, la verdadera cuna late más al este. Fue en las fértiles tierras entre el Tigris y el Éufrates, en el actual Iraq, donde los sumerios alumbraron la primera gran civilización urbana hace más de 5 000 años. Les siguieron acadios, babilonios…

Mientras Egipto deslumbraba junto al Nilo, en la meseta iraní emergía, hace 2 500 años, el colosal Imperio Aqueménida. Olvídese de la caricatura de la popular película de «300». Ciro el Grande y Darío el Grande forjaron un imperio multicultural que se extendía desde el Indo hasta el Egeo, el más vasto de su época, administrado con una sofisticación que aún asombra. Persia no era un reino bárbaro; era el centro del mundo conocido.

Este no es un dato curioso. Es la base. Esas primeras oleadas humanas que abandonaron África cruzaron precisamente por esa zona. El Cercano Oriente fue el puente obligado hacia Europa y Asia.

También menciona que fue allí donde se mezclaron pueblos, lenguas, culturas. No hubo «pureza» étnica. Los «semitas», término lingüístico, no étnico, englobaban a cananeos, árabes y antiguos judíos, todos habitantes de un mismo crisol. Fenicios (cananeos) en la costa levantina y nabateos en Petra legaron obras impresionantes antes de ser barridos por los grandes imperios.

La región siempre fue encrucijada y, por tanto, escenario de conflictos, pero también de largos periodos de paz que permitieron florecer a estas civilizaciones.

Continúa el autor comentando que la llegada del Islam fue un punto de inflexión unificador. No étnicamente, pero sí cultural y religiosamente, creando un mundo islámico que se extendió desde Al-Ándalus hasta Indonesia. Califatos como el Rashidun, Omeya, Abasí y finalmente el Otomano, aunque multiétnicos y multirreligiosos, ya que la conversión forzada no era norma, impusieron un orden y una ley. Su contribución a la humanidad es innegable: las matemáticas que usamos, avances en astronomía, medicina, agricultura, una arquitectura sublime y, para el deleite de nuestro idioma, más de 4 000 palabras en español tienen raíz árabe. ¡Casi el 10% de nuestra lengua!

Pero el gigante otomano se debilitó. Y ante su declive, las potencias europeas, en un juego cínico digno del mejor -o peor- guion de Hollywood, llegaron con regla y bisturí tras la Primera Guerra Mundial. Sykes-Picot no fue un tratado; fue una cirugía brutal. Lawrence de Arabia, líderes tribales, el incipiente sionismo, minorías cristianas y armenias fueron piezas en un tablero donde Francia y Reino Unido se repartieron el botín, creando estados artificiales como Irak, Jordania, Siria, Líbano, sembrando las semillas de conflictos que hoy sangran: el Cáucaso, Kurdistán, Siria, Líbano y, de manera trágicamente central, Palestina.

Palestina, donde Roma había borrado el último vestigio de un estado judío independiente en el siglo II d.C., y donde el pueblo árabe palestino, descendiente de cananeos y otras oleadas, llevaba siglos arraigado.

Es en este caótico rediseño colonial, donde hubo una excepción notable: Persia, que se convirtió en Irán. A pesar de albergar diversidad étnica (kurdos, azeríes, baluchis) y religiosa, mantuvo una continuidad estatal y una identidad nacional profundamente arraigada, forjada durante siglos como imperio y reino independiente. No fue esculpido por Sykes-Picot. Esta solidez histórica es el primer pilar de su fortaleza actual.

El segundo pilar es político, nacido de la experiencia traumática. En 1953, la CIA y el MI6 orquestaron el golpe que derrocó al gobierno nacionalista democráticamente electo de Mohammad Mosaddegh -que había nacionalizado el petróleo- y reinstaló al Sha Reza Pahlavi, un títere occidental.

Esta herida nunca cerró. La Revolución Islámica de 1979, más allá de su componente religioso y de las críticas que merezca su sistema interno, fue, en esencia, un grito masivo de independencia nacional y antiimperialismo. Fue la reafirmación de esa identidad persa/iraní frente a décadas de humillación y dominación extranjera.

Los mulás entendieron, y han cultivado con maestría, que el enemigo existencial no es el «Occidente cristiano» abstracto, sino los actores concretos percibidos como responsables del saqueo y la injerencia: Estados Unidos, Reino Unido e Israel.

Aquí reside una clave fundamental, que el material proporcionado enfatiza y que Occidente suele malinterpretar: El conflicto de Irán con EEUU/Israel no es primordialmente una «guerra de religiones» o una «Yihad» en el sentido simplista. Es un enfrentamiento geopolítico de altísima intensidad, con un fuerte componente identitario.

La fe chií, mayoritaria en Irán, funciona como un poderoso elemento de cohesión cultural e identitaria, un bastión contra la influencia externa, más que como un mero mandato teocrático aislado. Es el escudo de una nación que se percibe bajo asedio constante.

Esta comprensión explica las aparentes «contradicciones» de la política exterior iraní, que en realidad son una lógica férrea, y en donde destaca el apoyo a Palestina, lo cual se ha convertido en el símbolo máximo de la resistencia antiisraelí y, por extensión, antioccidental. Irán, siendo chií y no árabe, apoya a los palestinos -predominantemente suníes- con más consistencia que muchos estados árabes suníes, porque lo ve como la misma lucha por la autodeterminación frente a la injerencia.

Irán da apoyo a los Hutíes. Primero como contrapeso a Arabia Saudita -un aliado clave de EEUU e Israel- en Yemen, y ahora como fuerza que desafía directamente el poder naval y los intereses occidentales en el Mar Rojo.

También brinda apoyo a Siria e Irak contra el Estado Islámico. Aunque el EI era suní, representaba el caos absoluto, la desestabilización de estados vecinos y una herramienta potencial de sus enemigos. Apoyar a los gobiernos de Damasco y Bagdad fue defender la estabilidad regional frente a un monstruo que amenazaba a todos.

La República Islámica de Irán forma parte del proceso de integración en BRICS y ASEAN. Y esto no es un capricho. Es la búsqueda consciente de un mundo multipolar, la construcción de alianzas alternativas para romper el aislamiento occidental y la hegemonía estadounidense. Es la materialización de su visión estratégica de largo plazo.

Mientras las bombas caen y los titulares gritan, es fácil perderse en la inmediatez del conflicto. Pero para entender la inquebrantable postura de Irán, su capacidad de resistir décadas de sanciones asfixiantes y amenazas existenciales, hay que mirar más hondo. Hay que mirar hacia Persépolis, hacia la administración de Darío, hacia la ciencia floreciente en la Edad de Oro islámica, hacia la herida abierta de 1953.

Irán no es solo un «régimen teocrático». Es la encarnación moderna de una de las civilizaciones más antiguas y significativas de la humanidad. Su fortaleza reside en esa identidad nacional profundamente arraigada, que trasciende divisiones internas y se nutre de una narrativa antiimperialista forjada en la experiencia histórica concreta.

Su lucha actual, con todos sus matices grises y controversias internas, es percibida por sus líderes y una parte significativa de su población como la defensa de su derecho a existir como potencia independiente en un sistema internacional que históricamente ha buscado dominarlo o fragmentarlo.

Comprender esto, la profundidad histórica y la naturaleza esencialmente política -aunque revestida de identidad religiosa- del conflicto, no implica justificar todas sus acciones. Pero es indispensable para dejar de ver el tablero medio oriental con los lentes distorsionados de Hollywood o la propaganda de guerra.

Irán juega un juego milenario con paciencia estratégica. Su mayor arma, quizás, es la memoria de un pueblo que sabe que lleva siglos en el mapa, mucho antes de que las potencias que hoy lo desafían siquiera existieran. Y esa memoria, forjada en la cuna de la civilización, es un cimiento difícil de derribar. El futuro del Medio Oriente, sin duda, pasa por entender, y tal vez negociar, con esta realidad histórica viva llamada Irán.

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