La cercanía de la noche acelera el agobio del fin de la jornada laboral. “Es viernes y el cuerpo lo sabe”, como dicen muchos. Pasadas las seis y media todo se pinta de oscuridad. Hay apagón. Casi toda Matanzas permanece en silencio.
En aquellas paradas, donde deberían estacionarse los carros, ya se pierden las figuras y colores.

Los celulares iluminan algunos rostros, mientras pasan y pasan los minutos. Por más de una hora las luces de carros y guaguas pintan chapas particulares y estatales en su tránsito. Solo se detienen quienes aprovechan las “bondades” de la interminable espera y aborrecedora oscuridad. Unos proponen el pasaje a Varadero -con discreción- a quinientos pesos, otros piden clientes a Cárdenas a precios desorbitantes.
Camino para calmar la ansiedad, mientras mi estómago advierte que se agota el combustible.

Muy cerca una muchacha temerosa ni se mueve y un hombre desanda desesperado como en busca de un objeto de valor perdido entre la acera y la carretera. A escasos metros se pueden divisar siluetas de las personas.
En medio de aquel panorama un carro de turismo se detiene. Hacia el, se abalanza el pasajero más cercano. ¡Varadero! Grita como en vacío a la multitud ante aquella negrura. Nadie se inmuta. Muy cerca observo aquella escena y siento una mujer hablar. ¡Dile que es gratis! El único pasajero en aquel carro ligero con chapa de turismo grita nuevamente “Varadero, es gratis” Ahí me lancé a correr yo.
Espero por si alguien que necesita llegar a aquel destino de luz se posa antes, pero solo arribamos hasta allí dos personas más. Me puede dejar en la Universidad? -Claro, monte y nos dice donde dejarlo.- La amabilidad me golpeó el rostro. Por un momento pasaron por mi cabeza muchas dudas, pero igual la necesidad me obligó a aprovechar el gesto solidario.
Fueron pocos minutos en aquel vehículo; ni siquiera llegaron a los cinco. El carro ligero, de Peñas Altas a la Universidad de Matanzas, corrió a la velocidad de la luz. Quizás nunca conozca sus nombres, pero lo que allí pasó sin dudas conmueve.
Una pareja con más de 60 años iba dentro. Actualmente viven en Palm Beach, Los Estados Unidos y están de visita en la ciudad de los puentes. El nació en Matanzas y hace cincuenta y tres años no visitaba a Cuba. Ella, es colombina y ha visto transitar más de veinte calendarios sin encontrarse con su familia.
Desde que entré, mostré mi agradecimiento e inmediatamente me explicaron el por qué se detuvieron. Solo llevan en Cuba tres días y según cuentan se han pasado el viaje recogiendo personas en las paradas porque saben que la situación está dura.
“Aquí solo nos quedan los primos. Otros ya no están” Ha pasado mucho tiempo y dicen que el reencuentro con la familia ha sido triste. “Ya no volveremos más, pero teníamos que venir a despedirnos”
Aquellas palabras me apretaron el pecho. Era un adiós a las raíces, era un beso cálido de despedida.
Quizás esos locos cuerdos todavía les queden par de horas en Cuba y sobre ese amor que todavía late continúan recogiendo a quienes viven como una crónica sus viajes nocturnos en medio de un apagón.

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