Diogo se despertó y supo que estaba en la cancha eterna. Lo sintió y con el paso de los minutos confirmó lo inevitable. No sentía miedo, ni pena, solo paz, una extraña paz incomprensible. Cerró los ojos y recordó las maravillosas últimas semanas que había tenido.
Había sido campeón con el Liverpool, siendo aclamado por sus compañeros, y se había coronado con Portugal, siendo ovacionado por sus compatriotas. Además, lo más lindo, es que finalmente se había casado con su novia de toda la vida, y sus tres hermosos hijos lo llenaban de dicha.

Cuando abrió los ojos, una lágrima rodaba por su mejilla y entendió que significaba todo. Vio que el mundo lloraba con él, y se enterneció con el cariño. Se paró y vio que a su lado estaba su hermano, y juntos se abrazaron en silencio. Ninguno habló, pero se dijeron todo.
Uno al lado del otro, entraron a la cancha y empezaron a jugar la pichanga inmortal con todos aquellos que llegaron antes. Diogo Jota fue aclamado por sus compañeros y ovacionado por sus compatriotas. Comenzó la paciente espera para volver a reencontrarse con su amada esposa y sus precioso hijos. Lo haría jugando fútbol, y con la esperanza de saber que esa no era una despedida, sino que solamente un “nos vemos pronto”.