Aquel juego entre Guantánamo y Matanzas pudo haber sido el más largo en la historia del softbol de la prensa. Por suerte, el árbitro actuante hizo firme su facultad como juez y puso fin a la controversia con una concesión inesperada.

La historia tiene que ver con el amigo y corresponsal voluntario Reynold Ill Lavín, hombre de diminuta figura y de apariencia algo endeble, quien al verlo metido en aquel maltrecho traje parecía más viejo de lo que era en realidad.

Fue el último convocado por la dirección del equipo de Matanzas para participar en la primera edición de softbol de la prensa, que tuvo por sede a la provincia de Sancti Spíritus.

Fuimos a buscarlo a su casa a escasos minutos del horario fijado para la salida de la guagua, en una acción algo así como el que pone en su mochila otra muda de ropa «por si las moscas».

Él no protestó. Las circunstancias en que lo hicimos no hacían posible el rechazo. -Si te niegas no podemos participar-, le dijo en tono jaranero el ya fallecido Jorge Cantero, por entonces cronista deportivo del periódico Girón.

Lavín no se tomó el trabajo de averiguar las verdaderas razones. -Ustedes sabrán-, fue todo lo que alcanzó a decir. Tal y como lo habíamos previsto, en aquella competencia inaugural no obtuvimos una sola victoria.

Eso sí, nos divertimos con los errores, horrores y locuras de las que ninguno estuvo exento. Los más optimistas pensaron que se trataba de una debilidad transitoria. Confiaban en que tarde o temprano ocurriría el milagro.

Transcurridos las dos primeras jornadas competitivas, sin embargo, la mayoría de los integrantes del conjunto no podía ya con el peso del cuerpo; algunos apenas podían incorporarse y varios de ellos se lesionaron sin esperanzas de que pudieran volver a jugar.

Lo más triste del drama es que estuvimos a punto de ser descalificados por falta de jugadores para completar la nómina en el terreno. Nos salvó precisamente Reynold Ill Lavín, quien había viajado como de incógnito, pues no tenía la menor vocación de pelotero.

Fue a la altura de la cuarta entrada, en el citado pleito ante los muchachos del Guaso, cuando perdimos al último de los atletas regulares, quien se desempeñaba nada menos que en la receptoría.

No quedó más remedio que echarle mano al ya marchito reportero, de los más laboriosos corresponsales deportivos de la provincia. En gesto temerario se puso la careta y fue a recibir en el home plate.

Eso sí, lo hizo arrastrando los pies. A duras penas podía con los spikes, dos números por encima de su medida. Ya se acercaba al plato cuando el director matancero envió a un emisario para prevenirlo. -Dile que se aleje del bateador para que no le den un batazo-.

Al escuchar aquello, Lavín miró hacia el dogout en busca de la compasión de sus compañeros y dejó escapar una sonrisita. Después de escuchar la voz de play ball, pidió tiempo para limpiar sus gruesos anteojos. Luego se reincorporó y abrió las piernas todo lo que pudo ante la imposibilidad de acuclillarse.

En tarde de gala, el conocido narrador Pancho Soriano mantuvo su excelente control y en sus ocho primeros envíos colocó la bola en zona de strike. Ante el asombro de los presentes, el árbitro los cantó todos como bolas.

La reclamación del cuerpo de dirección de Matanzas no se hizo esperar, pero el umpire replicó que el receptor debía acuclillarse para poder considerar esos lanzamientos como strikes. -Pues aquí estaremos hasta mañana, porque yo no puedo agacharme-, rezongó Lavín.

En medio de la rechifla de los pocos aficionados que presenciaban el partido, los árbitros no tuvieron más opciones que reunirse para decidir qué era lo más sensato en aquella situación tan insólita.

Un rato después, de regreso a su posición, el vestido de negro que impartía justicia detrás del plato examinó a Ill Lavín con una mirada de conmiseración, y dirigiéndose al lanzador le solicitó con un ademán continuar el juego.

Al parecer, los jueces decidieron no ser tan rigurosos. Después de todo se trataba de un certamen en el cual estaban involucrados periodistas, muchos de ellos con cara de todo menos de peloteros.

Lo cierto es que aunque el próximo lanzamiento de Pancho Soriano fue bastante alto, casi a la altura de la barbilla del improvisado cátcher, el árbitro se empinó por encima de la cabeza del receptor, y por primera vez en el juego levantó su voz: -Striiiike-. Lavín lo miró y sonrió en una evidente muestra de gratitud.

Y de ese inesperado modo, al fin, pudo continuar y concluir aquel partido que auguraba ser infinito. (ALH)

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