Roberto Fernández Retamar convirtió a Caliban, personaje de la obra La tempestad, de William Shakespeare, en el nombre y símbolo de un conjunto de ensayos nacidos de la búsqueda de la identidad de nuestra América.
En 1993, el autor anunció el final de la serie de textos inspirada en el mito creado por el dramaturgo inglés. Sin embargo, una nueva reivindicación de la Patria Grande lo obligaría a traicionar su promesa de «respirar en paz y pasar a otras tareas», y a convocar, otra vez, a su legendario compañero.
Ese concepto-metáfora, representante de los oprimidos y rebeldes de este subcontinente y del planeta, continúa abrazado al intelectual de la Casa de las Américas, cinco años después de su muerte, acaecida el 20 de julio de 2019.
Por encima de la escritura y de los títulos de algunos libros, los dos sellaron un pacto desde y para siempre porque: «Nuestro símbolo (…) es (…) Caliban (…) ¿qué es nuestra historia, qué es nuestra cultura, sino la historia, sino la cultura de Caliban?».
Quizá ningún adjetivo capte en toda su dimensión a Roberto como «anticolonialista». Cuando defendió la postura de mirar desde la óptica del personaje literario aludido, más allá de dirigir la vista exclusivamente hacia él, iluminó la necesidad de romper varias cadenas.
En un sentido, enfrentó a los «aldeanos vanidosos», contempladores de su tierra como la totalidad del universo. Por otra parte, atacó los pensamientos eurocéntricos, occidentales, norteños, a favor de un escenario en el cual la especificidad y la visión de las culturas silenciadas contribuyan al avance de nuestra especie, por fin unida.
Apreció, en el orden internacional, un ecosistema en el que todos compartimos la misma suerte: «O logran acceder conjuntamente (…) a un mundo posoccidental auténticamente ecuménico y solidario, o los seres humanos (…) habrán probado ser (…) un vano camino cerrado».
Sobre América Latina, Retamar destacó la línea central del mestizaje y comprendió nuestra cultura en calidad de «hija de la revolución, de nuestro multisecular rechazo a todos los colonialismos».
Asimismo, develó la sinonimia de civilizar y colonizar, surgida a partir del encumbramiento de Europa como la única forma de vida junto al desprecio de la diversidad. El autor detectó la misma esencia tras las máscaras etimológicas encargadas de adornar el abismo abierto entre la «civilización» y la «barbarie».
Denunció la falsa dicotomía entre países desarrollados y subdesarrollados, y calificó a los primeros «subdesarrollantes», por su crecimiento a expensas de las mayorías, la miseria de Caliban como precio del lujo de su eterno explotador, Próspero.
En algún lugar, el intelectual cubano todavía escribe ese nombre en sus cuadernos, porque en este mundo globalizado, bajo el sometimiento de los colonizadores de ayer, los imperialistas de hoy, está prohibido abandonar a quienes llevan las huellas del dolor y de la resistencia.