Cuando los golpes opacan el amor,
viendo caer sus lágrimas, me preguntaba cómo siendo Ana una mujer tan hermosa y una profesional reconocida, había soportado durante tanto tiempo que su esposo la golpeara, hasta el punto de mandarla al hospital.
Sus ojos morados por lo puñetazos, denotaban, entre lágrimas, el profundo miedo que cada golpe había sembrado en su corazón, agrietado ahora, por la convivencia con quien se había vuelto un desconocido al pasar los años.
No fueron pocos los días en que sus compañeros de trabajo la habían visto portar bufandas en temporada de calor, gafas oscuras y camisas. Tampoco faltaron los que un resbalón en la escalera o un torpe utensilio de limpieza fueron los culpables de marcas, cuyas verdaderas ejecutoras eran las manos de su marido.
Luego de cinco años de un apasionado noviazgo, Ana y Daniel decidieron formar un hogar y contrajeron matrimonio hace veinte años. Los primeros meses fueron maravillosos, él se desvivía por hacerla feliz; pero después, el brillo del amor se opacó.
Las palabras tiernas se sustituyeron por otras hirientes en tono exasperado, situación que fue acentuándose pasando de los gritos a los golpes, actores principales de la película de terror diaria en la que se le convirtió la vida a Ana.
Ella con el paso del tiempo se volvió una persona seca, resentida con el mundo y consigo misma, perdió la alegría y las ganas de lucir su belleza. Sayas largas, pantalones, pulóveres y zapatillas se convirtieron en sus atuendos preferidos.
Sus curvas fueron motivo de repetidas golpizas, razón por la cual se veía obligada a vestir así, pues si lo hacía de otra manera su compañero la acusaba de provocadora y mujer fácil.
Las desdichas hogareñas de Ana se revertían en grandes ganas de hacer, por lo que trabajaba incluso horas extras para postergar el regreso a su casa.
Nunca comentó nada al respecto y nadie dudó de que aquellos golpes no fueran solo producto de alguna torpeza, visto que Daniel era en público un hombre de esos de los que suele decirse: Cuídalo que de los buenos quedan pocos.
Por tener tan buen esposo era la envidia de todas sus amigas, solo que ellas nunca le habían conocido la bestia en la que se convertía por razones tan simples como la tardanza de la comida o la limpieza exhaustiva de la casa.
Por más que trató de revertir la situación siendo sumisa al máximo y tratando de no darle razones para las peleas, de las cuales ya se creía única culpable, la convivencia se tornó un infierno.
En múltiples ocasiones decidió a marcharse de la casa; pero las condiciones en que sus padres vivían, el temor a la adaptación de los niños a una nueva escuela, la lejanía de su centro laboral de la nueva vivienda y el miedo de criar a sus hijos lejos de su padre, de alguna manera, la hicieron desistir y resistir callada para evitarle sufrimiento a sus niños.
Lo que hizo sin quererlo quizás fue resignarse al dolor de recibir un golpe, un grito o un empujón, sin razones justificadas. Como un barco de papel sin rumbo en la turbulencia de peleas y lágrimas, se hundió ella, junto con el gran amor que un día se profesaron.
Hoy cuenta con desesperación su historia que es también la de muchas otras mujeres, otras que como ella decidieron callar y hablar cuando ya era demasiado tarde…(LLOLL)
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