Hay un local frente al Parque de la Libertad que a estas alturas debe padecer algún tipo de trastorno identitario. Pienso así porque con el transcurso de los años le han otorgado disímiles usos. Comenzó, que yo recuerde, como una cremería; luego lo convirtieron en cafetería, en la cual no sabías qué te podías encontrar al llegar ahí, desde detergente hasta pan con croqueta; y en estos momentos se encuentra en ruinas.

A unos 100 metros, en la otra esquina de la plaza, hay una edificación que con el pasar de la década ha sufrido un desenvolvimiento similar. Los mayores te cuentan que ahí estaba el establecimiento Libertad, donde vendían ricos batidos y bocaditos con precios muy bajos en esos maravillosos 80 nuestros. No obstante, yo, desde que tengo uso de razón, lo que he hallado es una hamburguesería que cada dos o tres años remozan sin que acabe de dar pie con bola, como se diría por la calle.

Ejemplos como estos sobran en la ciudad de Matanzas. Todavía no he entendido bien por qué en la Casa de la Miel no hay miel o el Barco, ubicado en el paseo fluvial de Narváez, lo demolieron para reconstruirlo otra vez. ¿Hacía aguas? ¿Se arriesgaba a la zozobra?

Me refiero a los locales en cuya reparación se invierte dinero, o en su remozamiento, y al final el servicio decae o no generan ganancias y entonces se propone un cambio en su uso, pero sigue sin presentar dividendos, sin convertirse en una elección viable, por calidad y variedad de productos, para los consumidores. Entonces se propone transformarlo con la esperanza de una mejoría y se invierte más capital con este fin, pero sigue sin funcionar y se genera un ciclo donde lo que se gasta no se recupera.

El país vive momentos difíciles. No resulta un secreto para nadie. Hace años sufrimos los embates de una economía que se debe apuntalar con mucho esfuerzo para mantener vitales las prestaciones sociales del Estado y su correcto funcionamiento; sin contar las crisis sanitarias, los desastres naturales y un mercado internacional esquivo. No andamos con las finanzas tan desahogadas como para darnos el lujo de malgastar recursos financieros o materiales en negocios que al final no cumplirán su objetivo práctico. Por tal causa, ahora más que nunca se necesita de inversiones inteligentes.

No solo hablo de los montos utilizados en las reparaciones, el mobiliario, la gastronomía y la decoración, sino también para surtirla en el tiempo. En el imaginario popular, cuando inauguran o reinauguran un sitio de este tipo y el público encuentra un menú aceptable y con precios módicos, el primer comentario casi siempre va de “escobita nueva barre bien, dale unos meses y veremos cómo está”.

Normalmente, y por desgracia, este comentario no resulta desacertado. Pareciera que el embullo decae y las voluntades merman; aunque hay que tener en cuenta que las finanzas de la nación y el acceso a las materias primas pueden variar.

En los últimos tiempos se ha tomado como alternativa rentar estos espacios a cooperativas, mipymes o cuentapropistas que sí disponen, al parecer, de lo necesario para hacerlos funcionar. De dicha forma el gobierno puede usar para asuntos más vitales el dinero que se emplearía en ellas; mas, recurrir a dicha alternativa no puede ser sinónimo de que la oferta estatal desaparezca. Por lo general los particulares implementan precios no asequibles en muchas ocasiones para el bolsillo del sector más vulnerable de la población.

No podemos darnos el lujo de perder ni un centavo, porque es el que luego no tenemos, en obras que no cumplirán con su premisa y en las que, cuando te acerques, tropieces con los dependientes en una amena conversación, porque no reciben clientes o el lugar está en abandono. Ahora más que nunca debemos recurrir a la inversión inteligente. (ALH)

Guillermo Carmona/Periódico Girón

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