Cuando Isabella asomó al mundo se vio rodeada de afecto.

Pendiente de su llegada estuvieron mamá, papá, sus tíos, abuelos…

En la medida en que crecía, también lo hacía el cariño de las personas que le rodeaban.

Hoy es una muchacha alegre, llena de proyectos; entre ellos el de formar una familia como la suya.

El caso de Daniel es diferente. No había llegado aún y ya sus progenitores estaban separados.

El pequeño nunca supo de los parientes paternos.

Ante la pregunta de sus compañeros solo atinaba a bajar la cabeza.

Ahora Daniel es un muchacho tímido, retraído, aunque también tiene un sueño: formar un hogar igual al de Isabella.

Isabella y Daniel, cara y cruz de un mismo asunto.

Mas, entre el anverso y el reverso del tema, se perfila un interés común: crear una familia llena de amor y felicidad.

Meta posible, porque si bien es cierto que no tenemos la opción de escoger aquella de la que procedemos, sí podemos elegir la que formamos nosotros, esa que luego será la de nuestros hijos y nietos.

Buscar la fórmula exacta para que reine siempre la armonía y la paz presupone no soslayar ingredientes como la ternura, el afecto y la comprensión.

Tampoco deberán faltar la confianza mutua, el calor humano, la sinceridad y la transparencia.

La unión familiar asegura a sus integrantes estabilidad emocional, social y económica.

Es allí donde se aprende tempranamente a dialogar, a escuchar, a conocer y desarrollar sus derechos y deberes.

La familia es el ámbito natural de desarrollo y formación del ser humano.

El cariño y la relación entre sus miembros, y de estos con el resto de la sociedad, condiciona en gran medida el futuro de cada una de las personas: su forma de ver la vida, de pensar, de sentir.

Cuando esta unidad básica cumple sus funciones todo marcha bien.

Entonces cada uno de sus integrantes tendrá como Isabella motivos para estar feliz.

 

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