Desgarra perder tiempo. Prolongar la vida ha sido una constante aspiración de la humanidad, basada incluso en un instinto primario. Pero en esta lucha por prolongar nuestra estancia bajo el cielo, y disfrutarla, proliferan quienes atentan contra este último propósito.
A medida que avanzan los años adquieren mayor valor los instantes. Y cada día nos enfrentamos a la disyuntiva de que nos roben o nos hurten. En una caprichosa abstracción asociada a las leyes penales, podemos afirmar que nos roban tiempo cuando nada podemos hacer, y nos hurtan cuando lo permitimos.
Hay quien no permite esperar ni que lo esperen, y también quien admite esperar, pero no que aguarden por él. Otros esperan y consideran apropiado que los esperen, y otros más se impacientan cuando le toca, pero tarda.
Duele conjugar tan constantemente el verbo esperar. Nos roba o hurta –de acuerdo con la posición que asumamos— quien nos cita para una reunión media hora antes de su comienzo; la recepcionista que detalla por teléfono los avatares de la novela antes de desearnos siquiera buenos días; el taxista que ignora nuestro llamado y hasta ese engendro moderno que es la contestadora automática, útil para quien la instala y desesperante para quien la enfrenta.
Nos roba o hurta instantes preciosos de nuestra vida la tendera que se abstrae y mira al cielo raso mientras reclamamos su atención; el gastronómico que elude nuestra urgencia, el funcionario que nos cita para un horario y luego argumenta no poder atendernos, el que olvida imponer un sello o una firma en esa larga secuencia de trámites que nos impone el burocratismo, el que abusa cuando le ceden la palabra en una reunión y quien decide la apertura atrasada o el cierre anticipado de una oficina en el horario de atención al público.
Los ejemplos son múltiples y se han enraizado. A algún matemático se le debería dar la misión de calcular cuántos años de vida perdemos cuando sumamos los minutos que hemos destinado a esperar. Algún legislador pudiera responsabilizarse con el dictamen de normas que penalicen la sustracción de los minutos de los congéneres, y pudiera ser una propuesta imponer cien pesos de multa por cada sesenta segundos que el infractor haga perder a los demás.
Todos tenemos tiempo comprometido socialmente: el laboral, el destinado a la atención a la familia, el que apoya empeños comunitarios. Pero el resto es de cada cual y debe disponer de él libremente, bien sea para leer, escuchar música, conversar con quien apetezca, aprender a bailar, mirar las nubes, soñar despierto o, simplemente, dormir.
Muchos se han habituado a aguardar como un mal inevitable. Otros, más impacientes, reclaman. Pero vale, en todos los casos, repasar la escala. El tiempo es un patrimonio personal intangible que reclama defensa.