Leyendo los cuentos de Onelio Jorge Cardoso se hallan marcas que evidencian la construcción de la identidad nacional. No se trata de simples temáticas sociales o contradicciones de la historia; el autor nos lleva de la mano hacia regiones del alma cubana en las cuales se hace difícil no sentirnos conmovidos, orgullosos, en línea con una coherencia. Sin embargo, la lectura de los textos narrativos nos expresa una realidad mayor: la forma en que los artistas del pasado, sobre todo en tiempos de conflictos, tenían una alta conciencia de su utilidad como creadores e ideólogos del cambio y la denuncia. Onelio no escribía para los críticos, ni con sus miras puestas en la aceptación; sino en el plano de la vocación y del compromiso.

¿Podemos hablar hoy de un arte que se identifica con las causas colectivas? La influencia de los elementos de la globalización ha dejado claro que ese asunto resulta harto espinoso. Mientras perviven marcas del mercado hacia lo interno, las instituciones no logran una conexión entre los públicos y la producción simbólica. La identidad es hoy una categoría en pugna. Hablar de textos narrativos, de poesías, obras de teatro es hacerlo desde una perspectiva que se contamina con las influencias, las formas de pensar, las marcas y los intereses foráneos. Y eso no está mal ni debe moralizarse. Al contrario, el reto de la producción de cultura está en hacerlo desde la periferia, con todo en contra y aún así persistir en aquellos signos que salvan una esperanza de proyecto que sea democrático, colectivo, decente.

Cuba atraviesa por problemas. Se trata de cuestiones que nacen en la economía y que se extienden hacia los símbolos. La construcción de consenso está empapada de ese sentido de pertenencia que, a la vez que se erige, debe ser resiliente con los problemas. No queremos negar las incongruencias, ni convivir en una realidad alternativa. La construcción de la identidad desde el arte hoy es todo un reto. Entre las manifestaciones y su mezcla de géneros e influencias, entre los proyectos fallidos y los que no llegan a terminarse, entre los grises y demás insuficiencias; se desemboca en un punto en el cual es vital que se preserve lo identitario. Cuba está hecha de una historia donde coexisten la pobreza material con la dignidad, lo irradiante con la escasez. La imagen de un José Martí que no tenía ni para el dinero de la barbería sigue siendo potente. Ese destierro duro que sufrió el Apóstol era también patria y consuelo y resuena cuando en el tiempo que corre queremos rehacer los caminos.

Entonces, que nadie diga que es fácil hacer arte con conciencia. Lo que más pervive y se impone es esa producción que se identifica con el nihilismo, con el vacío de contenido y la pérdida de lo propio. En esos vericuetos de lo simbólico, las batallas no solo han estado a punto de conducir a una derrota, sino que no ha habido la suficiente inteligencia para sacar provecho y avanzar en lo que nos concierne como entes llenos de conciencia y de un interés por la colectividad. El mimetismo del arte externo y el darles la razón a los bolsones de consumo a partir de la asunción acrítica son procederes que han traído estos lodos. Porque la exaltación de la violencia y de los antivalores no son pilares de la identidad. Antes bien, siempre logramos erigirnos sobre la base de la superación de los prejuicios y pasar del mal individual —de la dolencia que nos retrotrae— hacia la sabiduría colectiva, la inmensa mente que nos aúna y que fue capaz de crear instituciones, políticas culturales, obras de peso.

En los últimos tiempos se ha visto que en espacios públicos abogan por elementos de lo simbólico que se salen de la coherencia institucional. Ya sea en lo ideológico o en lo meramente estético; Cuba ha desarrollado un discurso que posee el reto de la actualización, pero no al precio de renunciar a baluartes de sentido. Hay que mencionar que, en ese proceso complejo, se han cometido errores de construcción cultural y que ello ha sido caro en materia de institucionalidad. Pretender que el país sea el mismo que hace diez o quince años no solo es una distorsión, sino que puede propender a errores de mayor magnitud. En la nación de hoy no solo existe una fuerte corriente de globalización, sino que la identidad está más abocada a las erosiones, al contacto con lo externo y a los cambios constantes que se derivan de las tecnologías.

Reflejarlo, hacer de las artes un espejo con contradicciones y matices, pero que esté en línea con los intereses conectivos; todo eso va en al ADN del momento. En esa variabilidad de los resortes reside lo que nos define como país y que está en el campo de la cultura no solo como bellas artes, sino como aquello que el hombre o la mujer hacen. Ese es el sentido que se ha perdido y que toca rescatar, el de la resiliencia que erige, el que se levanta en medio de las adversidades y no se deja llevar por el derrotismo, las corrientes vacías o aquello que legitima la violencia en sus manifestaciones más variopintas desde lo explícito hasta lo que queda sugerido.

La identidad cubana podrá estar en crisis, pero no desaparecer, podrá colocarse en corrientes que la erosionan, pero posee los elementos que le permiten sobrevivir. Ese horcón de sentido nos da la subsistencia. Volviendo a Onelio, el hombre posee, como en su cuento El Caballo de coral, dos hambres. Y en esa dualidad de las dimensiones humanas nos hemos de mover.

Tomado de Cubahora

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