Aunque la jornada enardecida del 20 de octubre de 1868 lo inmortalizó para la historia como el autor de La Marsellesa cubana, devenida nuestro Himno Nacional, Perucho Figueredo también fraguó, durante su épica vida, una ruta heroica de hondos sacrificios y extraordinarias actitudes que lo llevaron a ocupar un lugar sagrado en el altar de los héroes de la Patria.

No en vano se dice que el crisol de la independencia cubana tiene entre sus padres fundadores a aquel ilustre redentor que secundó el alzamiento en La Demajagua, el 10 de octubre de 1868, que participó en la posterior toma de Bayamo, y que llegó a convertirse, por sus méritos militares, en Mayor General del Ejército Libertador.

Su existencia toda, corta e intensa, se basó en la convicción profunda descrita en su marcha guerrera: «… morir por la Patria es vivir»; y acaso por ello el «gallito bayamés», como también lo bautizaron por sus bríos de rebeldía, fue más grande cuando aseguró que junto a su amigo y compañero de lucha, Carlos Manuel de Céspedes, iría a la gloria o al cadalso, pero no abandonaría el levantamiento armado por la libertad de la Isla.

Hombre cultísimo y de carácter dulce, abogado, excelso músico y literato, Pedro Felipe Figueredo Cisneros –nuestro Perucho– demostró, además, la grandeza de un padre de 11 hijos que, junto a su esposa Isabel Vázquez Moreno, prefirió padecer las penurias de la manigua antes que vivir «en afrenta y oprobio sumido».

Aquel varón, que vio la luz en la ciudad de Bayamo el 18 de febrero de 1818, sigue siendo hoy –a 205 años de su natalicio– un baluarte ineludible de esta nación que contempla orgullosa su legado patrio, ese legado que cada día, y en medio de no pocas batallas y desafíos, nos convoca «Al combate…».

Maylenis Oliva Ferrales /Granma 

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