Abres tu página de fakebook y junto a las noticias de actividades de verano, lo último de la farándula, los enojos desatados por las extendidísimas interrupciones eléctricas y la nueva parada de la Guiteras, está él, con sus ojitos dulces y crespitos tan bien formados.

Lo miras una y otra vez y solo notas amor modelado en piel, huesos y tendones, adornado con una sonrisa pícara que sabes que ya no estará más. El pecho se te oprime mientras lees y relees buscando entender lo que no es entendible, porque nada justifica una muerte inocente: ni la dura situación económica, ni los apagones que tienen a toda una Isla con los pelos de punta, ni las tarifas de Etecsa que duelen en los bolsillos, ni los mendigos que están aunque nadie los ve (o los quiere ver).

Otro niño indefenso se despide del mundo, y no en Palestina, donde las bombas parecen empeñadas en extinguir todo sesgo de vida y los infantes se han vuelto blanco fácil. Quien duda lo que pasa allí que le pregunte a la madre doctora que mientras intentaba salvar a otros, le arrebataron a sus seis retoños en un solo estallido.

Otro niño indefenso se despide del mundo y lo hace en Matanzas, en la Atenas de Cuba, la tierra de cocodrilos y danzones, de biomédicos y científicos que crean prototipos de implantes de huesos para restablecer vitalidad a esqueletos, de los valientes que lucharon contra los números más rojos de la covid, de los ingeniosos que no paran hasta ver humeante la chimenea de la termoeléctrica yumurina, a pesar de los escasos recursos.

Otro niño indefenso se despide del mundo y hay galenos con las manos en la cabeza y el rostro desecho por la impotencia de no poder salvar; con la sangre aún fresquita entre sus manos, al intentar armar el mini rompecabezas en el interior de un cuerpo que se deshizo a golpes.

“Llegó demasiado tarde” – alguien piensa mientras, en la cama contigua, una madre implora otro día de vida para su bebé con cáncer, y del otro lado de la ciudad cierta fémina se pregunta que hizo mal para merecer el castigo de la infertilidad.

La violencia no se justifica en ninguna de sus formas y menos si en la mirilla está un infante de dos años, un pequeño que apenas aprendía a dar sus primeros pasos e hilvanar incipientes oraciones, entre juegos y sueños que se esfumaron en el aire.
No se justifica cuando viene de una mujer destinada a dar vida y no a quitarla, de una madre que no supo defender a su hijo de la ira, que se quitó sus frustraciones con quien no debía ni podía, o permitió que alguien lo hiciera enfrente de ella. “Si no lo quería debía darlo en adopción”- sugirió en voz alta alguien más.

Otro niño se va de este mundo y no es justo, ni lo será jamás. Y ni el mayor peso con que castigue la ley lo revivirá de su tumba y menguará el dolor de su partida. “Los niños nacen para ser felices”, sí, para eso: para recibir amor, para ser guiados por las mejores sendas y limar las asperezas en su camino, para convertirse en los hombres y mujeres de bien que necesita la sociedad.

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