Foto de Camilo Cienfuegos, tomada de Prensa Latina.
Supimos quererlo, incluso sin haberlo visto. Llegamos a contagiarnos con su sonrisa aparecida en los retratos. Crecimos adorando sus leyendas ciertas y sus travesuras cubanas, que lo hicieron para siempre más cercano, al alcance de un dedo.
Su historia no fue solo la de un hombre que se paseaba entre los proyectiles, la de un Comandante que era respetado hasta por sus propios enemigos, la de un verdadero «chivador» que, a golpe de hazañas, se ganó el máximo cariño popular.
Él era también el escultor que supo edificar otros monumentos en medio de una guerra tremenda, el ser humano que disfrutaba del retozar de los niños con su barba, el hijo y hermano que no dejaba de pensar en el bienestar de la familia.
Por eso, no es casual que, en este octubre, 66 años después del accidente aéreo que sacudió un país de punta a cabo, él venga otra vez a hablarnos de que ni siquiera en la pelota podía ir contra el jefe-amigo; de sus lazos con el guerrillero de la boina, con el cual escribió más que una campaña militar y una hermandad poderosa, como pocas.
Viene también crecido en símbolos: recitando unos versos de Byrne en un discurso que todavía sacude, entrando a un bohío de la zona del Cauto y sentándose en el rústico fogón para que le preparen una comida cariñosa, tocándose el sombrero alón, pidiéndonos desde su aparente silencio una rosa.
Él, el más terrenal de los héroes, el de los pasajes cómicos y las ideas ocurrentes, se nos volvió cielo, brisa, horizonte. Su figura jamás estuvo hecha de mármol, sino del barro cálido del afecto y del acero de una lealtad entera.
Hoy, por encima de cualquier octubre, viene a decirnos con su historia que nunca hemos de desandar por los aires, como hacen algunos; que la sinceridad debe ser lo primero, en la tempestad o la calma, que él habita más allá de la ola y el salitre; que no le hace falta presentarse con pompas, grados y un sinfín de hazañas, le basta que lo recordemos con su ejemplo eterno, llamándolo, simplemente, ¡Camilo!
