La vulgaridad se adueña de nuestro idioma. Si es usted de los que desanda a diario las calles me dará la razón y coincidirá en que no exagero.
Ni siquiera hace falta recorrer la ciudad. Basta con ver a ese pequeño vecinito que ni siquiera sabe pronunciar su nombre y ya dice muy bien un par de palabrotas.
A algunos les causa gracia, pues, al fin y al cabo “es varón”. Otros, los que lo desaprueban, optan por callar y fingir que no lo escuchan.
En disímiles escenarios ocurre igual. Así, es fácil encontrar en una esquina a un grupo de muchachones comentando sobre béisbol.
Llama la atención la manera en que defienden sus criterios, pues, no llegan a emitir una docena de vocablos sin que medien entre ellos dos o tres de aquellos catalogados como obscenos desde épocas pasadas. Y a toda voz.
El fenómeno burla espacios y grupos generacionales. Lo mismo se presenta en la panadería, en el agromercado, que en un centro estudiantil o de labor.
Lo mismo en boca de un niño que de un adulto mayor. Tampoco distingue nivel educacional. Puedes escucharlas repetidas de boca de un profesional.
¡Y qué decir de los temas musicales que a veces nos obligan a escuchar! Igual de su empleo abusivo hasta en las redes sociales.
Si bien las denominadas ‘malas palabras’ forman parte del idioma y se emplean para expresar sensaciones y emociones, resulta imprescindible limitarlas a determinados contextos y situaciones.
Está claro que quien se machaca un dedo no piensa en ese momento en la palabra que suelta, pero es que se dicen a toda hora y no precisamente las que suenan más suaves a los oídos, sino aquellas capaces de atorar al más pinto de la paloma.
Del problema inquieta también la inclusión del sexo femenino. No pocas veces contrastan la ternura y delicadeza propias de las chicas con las obscenidades despedidas por sus labios.
Lo cual nada tiene que ver con la observación –vista hoy casi con rareza– de exigir respeto a los hombres al usar determinadas expresiones ante las compañeras.
El habla popular actual muestra un surtido tan variado y profundo como para dar gritos. Basta citar como ejemplos algunos piropos que en vez de causar placer, provocan repugnancia e indignación; diría más, resultan ofensivos.
Los improperios, cual terrible pandemia, amenazan con invadir nuestra lengua. De ahí el llamado a reflexionar en torno al asunto.
Se trata de dar belleza al discurso diario, pues, al juzgar a nuestra sociedad, se tiene en cuenta no solo la cultura ciudadana sino también la decencia lingüística.
Y si todos aceptamos que el Español es un idioma amplio y rico en matices, ¿qué necesidad hay entonces de acudir a términos tan vulgares? (ALH)