En 1970, recién concluida la zafra de los 10 millones, bajo el sol de septiembre, eran apetecibles las raciones de croquetas de “ave” y el refresco de “líquido de frenos” en la cafetería del parque metropolitano de La Habana.
Llevado por la incertidumbre, el gracejo criollo bautizó las diminutas croquetas con el apelativo de averigua, y al refresco de fresa, con el del líquido aludido a partir de su rojo “chillón”.
A propósito del color encendido del refresco de entonces, llama la atención la palidez de la frutilla en nuestros días. Lo digo por el color de un pomo de sirope de fresa que compré hace pocos días. Como si de fresas despavoridas se trataran, su contenido no rebasa el rosado pálido…en cambio ofrece un agradable sabor. ¡Cuestión de colores!
Recién llegado a La Habana para el ingreso a la universidad, el descubrimiento del parque junto al río Almendares devino feliz acontecimiento. Las tardes bajo el puente que cruza el Almendares por la calle 23, en la populosa capital de todos los cubanos, se hicieron imprescindibles para el futuro cronista.
Aquellos años visitaba el parque con frecuencia. Alojado en una residencia estudiantil próxima al lugar, acudía junto a otros compañeros para estudiar en un medio verdaderamente acogedor. Su naturaleza y las diversas ofertas recreativas y culturales brindaban al parque un especial encanto, sin que perdiera su aire reservado y apacible.
Eran los días que a orillas del emblemático afluente, atracaba el yate Granma. Su cercanía inspiraba cierta historicidad a las tardes de estudio.
Bajo el puente, luego de las horas de estudio, solíamos jugar al golfito o caminábamos a la sombra de la concurrida floresta.
A veces, antes de bajar al parque, comprábamos gaceñigas en un establecimiento que daba al cruzar 23. Entonces consumíamos el dulce durante el estudio para reservar la suculenta ración de croquetas y siropes para la hora de la retirada una vez avanzada la tarde.
Con ese refuerzo, subíamos la escalera que nos devolvía a la ciudad y caminábamos hasta el cine Arenal en la avenida 41 en busca de alguna película.
Y ahora que hablo de películas acude a la mente el antológico filme Fresas Salvajes de Ingmar Bergman. De algún modo el título de la memorable película se enganchó al recuerdo de aquellas tardes. Otro tanto pudo ocurrir con el filme Fresa y chocolate, hablando de cine y de fresas.
De todas maneras la fugaz visión de Bermang con destellos de La fuente de la virgen y El huevo de la serpiente, del célebre cineasta sueco, me recuerdan el viejo interés por asistir a un ciclo de sus célebres películas. Por cierto, recientemente mi hija menor regresó de la ciudad sueca de Gotemburgo.
Qué bueno si hubiéramos visitado el viejo parque a donde la llevé de pequeña, para hablar de aquellos tiempos, de los nuevos tiempos, conversar de cine y de tantas cosas. Será en otra ocasión seguramente.
Tendrán que disculpar la repentina disgregación. El pensamiento recurrente, como el diálogo interior de James Joyce, hace sus triquiñuelas para devolverme aquellas tardes jubilosas junto al río Almendares.
En muchas ocasiones mientras estudiábamos se animaba el anfiteatro del parque con alguna función de títeres y marionetas o la actuación de algún cantante. Niños y jóvenes acudían al lugar, acrecentando la posibilidad de que nos sorprendiera la noche conversando con alguna muchacha, a la que en algún momento ofrecerías la habitual merienda del lugar. Tal vez la agradable conversación se extendiera más allá del disfrutado parque.
Así fue. No faltó la ocasión de atravesar toda La Habana para acompañar a la alegre muchacha hasta la puerta de su casa. Llegado al lugar, una fugaz despedida, más precipitada que la imagen de Bergman frente al Arenal, me dejaba plantado sin otra opción que el regreso y un semblante más despavorido que las fresas con que hacen hoy día los siropes.
¡Vaya si lo recuerdo! (ALH)