Cuando viajé a Sancti Spíritus a mediados de la semana pasada creí que todo sería tan simple como la cancioncita del título y en menos de un santiamén tendría en brazos a mi ahijada y nueva nieta afectiva.

Pero la fuente no se rompió solita y me quedé con ganas de un parto natural, como me hubiera gustado, a pesar de que la barrigona y el resto de las abuelas estaban a favor de la dichosa cesárea, por aquello de que así nació el otro hijo, ocho años atrás: el primer varón en cuatro generaciones de esa familia espirituana.

Luego de una espera que pateó mi corazón más que la nena el ombligo de su madre, Alany Nicole emergió con sus ocho libras como una almendra de su cascarón; estiró sus regordetes brazos y lanzó su primer discurso de vida, dejándome atontada al punto de que casi olvido fotografiarla en brazos de la neonatóloga.

No es el primer parto al que asisto, siempre por razones reporteriles (descontando el mío, obvio), pero es el que más he disfrutado porque a esta muchacha la vi crecer mientras acompañaba a su abuela, Arminda, en nuestras correrías tecleras por todo el país, y junto a la prima Roxana, madre de mi nieto Gael, se fue ganando mi cariño y admiración.

Como su madre, Maité (sicopedagoga de profesión, copista y costurera de vocación), Lienny ha encontrado la vía para desarrollar su talento artístico de manera autodidacta, y aunque este fue un embarazo no planificado, no dudo en asumirlo junto a su nueva pareja, un guajiro sano de Yaguajay con habilidades para componer cualquier tareco que dependa de ruedas, electricidad o tornillos para funcionar.

¿Qué le espera entonces a Alany como herencia creativa? Es pronto para saber, pero soy optimista. El hermanito, Gilberto Mario, es lo que han dado en llamar un niño índigo: curioso, expresivo, reflexivo y siempre presto al pingpong intelectual con quien siente que está a la altura de su ánimo inquisidor.

Lienny y Reinier no desesperaron por tener una casa de lujo, una canastilla de Amazon o un coche multipropósito para exhibir a la beba de camino al consultorio o el círculo. La ropa, que ya es muchísima, les llegó por solidaridad de amigas y clientas, por herencia de lo usado con la sobrina Leyanil o por la amorosa inventiva de la abuela, que cosió, pegó y forró con cintas un sinnúmero de juguetes colgantes, zapaticos de fieltro, baticas de todos los colores y cuanta idea sacó de Pinterest.

Eso es otra cosa que me entusiasma de este nuevo ser: sus padres no se andan con remilgos de rosaditos o amarillos pálidos, no discriminan entre juegos de niñas o varones y no se empeñan en criar con estereotipos machistas. De hecho, es él quien se mete en la cocina cuando llega del trabajo y quien limpia y acoteja el apartamento mientras ella se ufana decorando uñas para apuntalar el sustento de todos.

A lo mejor les preguntas qué artículos de la Constitución o del Código de las Familias están representados en su hogar y ambos te miran con el ceño fruncido de sorpresa antes de soltar una risotada y reconocer su ignorancia en esos asuntos leguleyos.

Y en realidad, ¿qué importa? Mientras todo esté bien, les basta con ser felices a su campechana manera. Si tienen dudas o algo amenaza su tranquilidad llamarán a esta abuela intrusa y leguleya, que regresa a La Habana acongojada porque no pudo ejercer su derecho de madrinaje y sacar a la beba del hospital, como dictan las tradiciones, pero ya fue una agencia y garantizó pasaje para volver prontito antes de que Jorge me robe el trono con su afectuoso don de encantador de niños.

Mileyda Menéndez Dávila/Cubahora

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