Crecí sintiéndola mi otra abuela. La Virgen siempre estaba allí, en una base de madera torneada y barnizada, pegada a la pared del segundo cuarto de la casa.
Mima exigía a las nietas su limpieza diaria con un trapito húmedo, e insistía en que la sostuviéramos bien mientras cumplíamos con su encomienda.
Esa imagen de la Caridad del Cobre, hecha de bronce fundido y perfilada cuidadosamente, fue un regalo de su cuñada.
La primera vez que le pidió, hincada a sus pies, ofrendándole velas y flores, fue tras el nacimiento de la segunda hija de su primogénita, cuando ambas estuvieron en grave peligro.
Quienes alguna vez dormimos en esa habitación, sabíamos que allí estaba una especie de santuario que abuela exigía que se respetara sin límites de edad ni creencia.
Los nietos crecimos escuchando la historia de los pescadores perdidos, quienes en medio de la tempestad y la desesperación encontraron la salvación en una Virgen vestida de amarillo con un niño en brazos. De alguna manera nos sentíamos bien protegidos, como ellos, bajo su manto.
Marta se encomendó a ella además cuando las cosas se pusieron difíciles en el período especial. A ella misma le pidió muchas veces por la paz de la familia, por los planes, por la sonrisa de sus hijos, e imploró cuidara a su gran amor cuando ya era inevitable el final.
A su santa le rezaba también cuando llovía y tronaba con fuerza, luego de haber tirado medio pozuelo de sal al patio.
Cuando había algo que deseábamos mucho, Mima decía: Pídanle con fuerza a la virgencita, y le prendía una vela.
Esa figura se convirtió sin querer en un espacio donde resguardar la fe y la esperanza, donde depositar las penas y recargarse de optimismo para emprender los nuevos empeños.
En ese espacio de la casona de canelones, de ese hogar que es el refugio de tantos, cada 7 y 8 de septiembre son sagradas las velas, o el algodón mojado en aceite prendido con un fósforo, y las flores amarillas, aunque sean de romerillo.
Casi 30 años después, Marta la conserva intacta, y ahora desde arriba del escaparate del segundo cuarto, sin niños correteando por la casa, sin manos pequeñas quitándole el polvo a diario, abuela continúa resguardándola con celo, pidiéndole porque todos seamos felices. (ALH)