Veintisiete de julio de 1993. La varilla a la misma altura que una portería de fútbol. Un hombre, negro y cubano por desafiar, otra vez, a las leyes de la física. El Estadio de Salamanca, en España, solo le traía buenos recuerdos a Javier Sotomayor.
Cinco años antes, en igual sitio, burló cualquier ápice de realidad terrenal. Su primera marca del orbe lo confirmó como el mejor saltador de altura en el mundo.

Aquel día de julio, buscó la inmortalidad y en un solo salto la encontró. Ropa y zapatillas blancas, cual cábala ganadora; el setenta y seis clavado en su pecho como número de inscripción; concentración total; una decena de pasos en la carrera de impulso y el mítico brinco a las nubes.
Sobre los dos metros y 45 centímetros, el listón tembló frenético en el último acto de un previsible ocaso. La varilla estaba vencida. Puños al aire y el abrazo con el entrenador. Las cámaras captaron los segundos que perpetuaron la memoria de una gesta inigualable. Salamanca aplaudió un récord que ubicó a esa pequeña ciudad al noroeste de la península ibérica en el mapa deportivo.

Treinta años después, el estadio lleva el nombre de Javier Sotomayor Sanabria. El mismo tiempo de una legendaria crónica que no morirá jamás. Si se le pudiera reprochar algo al Soto, nunca sería su capacidad para adelantarse al tiempo. El atletismo halló en él a su Príncipe de las Alturas un día de julio.