Un viernes la maestra saludó diciendo: ¿Ya tienen el regalito para mamá? ¿Cómo, pero mamá no es quién regala?, mi mente ingresó en una nebulosa de cavilaciones. Los amigos describieron sus suntuosos presentes en cajas engalanadas con papel de fiesta. Encogí los hombros al escuchar aquellos regalos y centré mi vista en los garabatos pintorreteados en la mesa.
Mi reacción, compartida con muchos, delató que no tenía, bueno, que no teníamos regalo alguno.
¿Sabén dónde queda la Oficina de Correos?, dice la maestra.
¿Oficina de correos?
Aquello sonó tan altisonante, tan de gente mayor, de los que hablan cuando nosotros callábamos. Ese día autorizó, lo prohibido, salir en el horario de receso al grupito que todavía no tenía el regalito de mamá.
No te lo piensas dos veces. Quedó suspendida la compra de matahambres de dos pesos. Las cartas de Yu-Gi-Oh se quedaron en la mochila, en ese recreo no hubo duelo.
Empecé hacer cosas de gente grande, tenía una nueva responsabilidad: conseguir el regalo.
Dispuesto a comprar no una, sino cuatro, para mamá, las abuelas y la maestra, camino el tramo que haga falta (cuatro cuadras, a la edad de 6 años parece un viaje al Centro de la Tierra, toda una aventura que narrar en el victorioso regreso).
Cuando la profe divisa desde el pasillo central la manada de niños que van saliendo por el portón de la escuela, grita: «Niñoooos, esperense ahí», paramos en seco, «voy con ustedes, que son muchos».
Comienza la excursión. Al doblar de la esquina te estampas con dos guajiros con sombreros gigantes y montados en bicicletas. Pregonan jazmines, azucenas y rosas, con el arte del que no gozan los taxistas, los boteros, sí, que reiteran la palabra: taxi, sin cadencias, ni subidas de tonos. «Muchachos compren flores», interrumpe el florero su retahíla de pregones.
La profe saca su enorme monedero y nos pone en las manos 5 pesos a cada uno. Con esos pocos años, no cuestionas que la maestra gaste su dinero contigo. Para ti el peso es el papel con héroes por el que recibes cosas ricas y el CUC, eran los billetes preciosos que intercambiabas por cosas más ricas, aún. Escogí por flor un príncipe negro, recuerdo que lo seleccioné por el nombre, me resultaba gracioso, ni era un príncipe, ni era negro.

Llegamos a la sede de Correos de Cuba, algunos con un puntico rojo en la yema de los dedos, las espinas traicioneras. La vendedora sabía a que venía esa comitiva de pañoletas azules.
«Vamos lindos, uno atrás del otro. ¡Qué lindo!», le dicía a cada uno en su turno de compra.
Me hice de unas postalistas con fotos de cuatro tiernos cachorritos, me parecía que entregar postales con dibujos de flores junto a una flor, era redundar, aunque ni siquiera estaba al tanto de la existencia de esa palabra.
Ahora que pienso en ello, todo era un plan de la profe Deysi para que nadie dejara de agasajar a las madres, eso, o iba a media en la ganacia de las ventas de las postales con la dependienta.
Ese día gasté, 9 pesos en total, cinco de la profe. Le entregué la postal a mamá a las 4 y media de la tarde del mismo día. Su semblante refulgente al recibir la postalita y la flor, constituye uno de los recuerdos más bellos de mi infancia.
En estos tiempos las flores cuestan alrededor de cien pesos y las postales, la verdad, no sé si las encuentren. Así que niños, exploten sus habilidades manuales, y besen a sus madres, al fin de cuentas, es lo que más disfrutan.
Hoy, la postal perdura semiabierta en la repisa de la sala, rememorando que el hijo entregó el primer regalo a la progenitora, la que está siempre, la que desdobló su cuerpo por engendrar tamaño y vida.