El mar, y un Puerto Escondido a unos kilómetros entre La Habana y Matanzas, son un susurro casi imperceptible de la naturaleza en su estado más puro y sorprendente.
No es La Habana bulliciosa que estamos acostumbrados a ver, aquí el ritmo lo marcan las olas que acarician la costa como su más fiel amante. Aquí se olvida el ruido de la ciudad, el estrés y la prisa.
Puerto Escondido, un nombre que llama al misterio y al refugio, hogar de un tesoro bajo el mar, que a menudo envía monedas de plata a los habitantes de su tierra. Con la cadena del ancla de la vez que allí encalló, movida por un ciclón, el manglar se extiende a orillas del mar.
Un agua tan pura como cristalina, de arenas gruesas que te hunden como para que nunca te vayas. Un sol incandescente que se extiende por el horizonte, pintando al cielo de oro. Se respira mar por doquier, huele a tierra húmeda, y a plantas que se aferran a la vida.
Una cueva, hogar de las golondrinas, otra cueva, testigo de la llegada de tiburones como si ese lugar les perteneciera.
Pueblerinos que se conocen cada rincón como la palma de su mano, caminan descalzos con el placer de sentirse cerca de ese regalo de la naturaleza, que forma parte de su cuerpo, unido a la sangre que vive bajo sus pieles.
Y de nuevo, el susurro de Puerto Escondido, su manglar, su paz, su energía, y su mar, siempre el mar.
Camila Pérez Domínguez/estudiante de Periodismo