Desde niños, por meros rezos familiares, nos enseñan a celebrar éxitos. Es usual reír o aplaudir vanaglorias: las fiestas de los primeros cumpleaños, el título de graduados o el cake de la boda. Cada uno de estos momentos quedan grabados en el preámbulo de facetas de vida, calcadas como remembranzas de un inicio o fieles testigos de continuidad diaria.

Pero, ¿y la muerte? ¿Sabemos lidiar con el dolor de su cabellera taciturna y pasos inevitables? Anda con huellas imborrables, de esas que trazan metralla en el alma. Es ella a la que acude el dolor y fluyen las lágrimas. Se regodea invicta cuando bajo su manto cobija a un ser querido.

Luto, llanto y tristeza, la conjugación de un año del siniestro en la Base de Supertanqueros de Matanzas. Foto: Lisbet Mendoza.

Aprender a lidiar con tanto agobio tras su triunfo, es el remedio, demasiado pragmático quizás, que muchos aconsejan. Mas, ¿cómo es ello posible?

Si las sirenas de ambulancias ya no suenan igual y ese sonido alarmante ensordece a una ciudad que tiembla a su escucha. Si los recuerdos no traerán de vuelta al hijo amado, al padre idolatrado, al novio adolescente o al bombero temerario. Si cada latido conjuga sollozos por la vida que fue y ya no es.

Celebrar la existencia seguirá azuzando algarabía y felicidad. Pero la muerte se honra en silencio, como aquellos que abren pecho frente a un altar de mármol y enjuagan llanto ensimismado de besos a la eternidad.

Cualquier crónica quedará hueca. Se achican las palabras de este periodista y las flores que llevo en mano pierden el brillo que alguna vez brotaron. El mismo brillo perenne y cromático que guía en un tránsito de luz a 17 valientes y sus familias. El mismo brillo que gracias a ellos obnubila desde hace un año a la bahía, a Matanzas y su gente, en el desafío de aprender a lidiar con el dolor o el sacrilegio de olvidar.

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