«Si  quieren que de este   mundo

Lleve  una  memoria  grata,

Llevaré  padre  profundo,

Tu  cabellera de  plata».

José Martí

Era ella su única hija. Lo más parecido a la felicidad era esa niña pequeñita sobre el lomo de su yegua blanca, su orgullo, su mayor alegría.

Una ruptura puso entre ellos casi 100 kilómetros de por medio, sin embargo ellos siguieron siendo uno solo.

Cada 15 días exactos, el padre cargaba su mochila y sorteaba los avatares en los amarillos para ver a su niña. Hacía aquel recorrido en el camello, camión o en lo que apareciera para sobre las 10 de la mañana poder tener entre sus brazos a su pequeña.

La niña esos viernes pedía a mamá que se esmerara en el peinado, quería la trenza perfecta, el mejor uniforme, las medias más lindas, venía papá. 

En el aula no alcanzaba a concentrarse y pedía permisos frecuentes para ir al baño, hasta que al fin en uno de esas escapadas lo ve cerca de la entrada acomodándose el pelo y estirándose el pulóver. Duda y mira otra vez; pero es él, le grita el pecho, y sale corriendo a cuánto le dan sus piernas con genosvargo para alcanzarlo.

Él abre los brazos como si fuera a cargar el mundo. Ella aferrada a su cuello se siente lo más importante de ese mundo.

Papá le elogiaba el peinado mientras la colocaba con cuidado en el suelo y ahí, encuclillado, a sus pies la ve inmensa. Era su niña, su única hija.

La maestra sabía que ese día debía dejarla irse temprano y mientras ella recogía sus cosas, papá se interesaba por las notas y disciplina escolar de la alumna que lleva su apellido.

Juntos, como una pareja de enamorados tomados de la mano, reían camino a la parada. Él inviertía la posición de la acera para distanciarla de los carros, aprietaba con fuerza la pequeña mano que lucía maripositas en las uñas.

Frente al kiosko del pueblito rural, el padre quiería comprarle galletas. La levantaba con fuerza para que alcanzara a ver y escogiera sus preferidas y cuántas quisiera, a pesar de que la cartera no muestra mucho presupuesto. ¿Que más da? En cada mordida que ella saborea, él, se siente el hombre más afortunado.

Allí en aquel banco del parque, sentada sobre sus pies, le contaba que tuvo varias estrellas por hacer bien las tareas, que leía cuentos en la biblioteca, que se raspó la rodilla resbalando en yagua desde una loma, que tenía muchos amigos, que había un niño que le cargaba la jabita de la merienda por las mañanas y que extraña los paseos sobre la yegua blanca y a los abuelos, las guayabas, las matas de coco, los primos, pero sobre todo extrañaba que él la llevara  cargada hacia el baño cada noche cuando siente deseos de orinar.

Papá bajó la mirada.

La llegada del carro lo salvó de dar explicaciones por tener los ojos llenos de lágrimas.

La niña tiene 9 años, no entiende el porqué se dejan de amar las parejas. Sólo quiere cerca a su padre, su único padre. (ALH)



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