La cancha del estadio más grande del mundo temblaba. Doscientas mil gargantas gritaban incesantemente, augurando una celebración inmortal. Los botines del delantero estaban gastados de tanto pique, pero el empate coronaba el marcador.
Los rivales, concentrados en mantener ese resultado a como diese lugar. Había un trofeo en juego. Fuera del estadio, un grupo de comerciantes esperaba paciente el pitazo final. Poco importaba el resultado, sino la ganga mercantil de artilugios refulgentes con el dorso letrado. La ciudad estaba hipnotizada por el carnaval y el fútbol. Todo era fiesta, alegría, baile y festejo.
En el terreno, los jugadores de ambos equipos disputaban a muerte cada balón. Sabían que una jugada favorable los catapultaría a los libros del fútbol, a los museos de los estadios y a las efemérides nacionales. El delantero estaba extenuado. La presión de los hinchas le agregaba peso a los botines del delantero, y cada carrera lo dejaba con menos aire en los pulmones.

La magia en los botines del delantero
Pero el balón le seguía llegando a los pies, y los caprichosos músculos movilizaban su cuerpo hacia el arco rival. La cancha seguía temblando y la redonda cayó nuevamente frente a él. Tomó el aire necesario para desplazarse y corrió como nunca más lo volvería a hacer. El arquero miraba de frente, inclinado hacia su izquierda.
Matador incólume, entró al área reservada para las fotos históricas y tomó la decisión. No iba a dar el pase, ni tampoco frenaría en su intento por entrar en la historia. No enganchó, no titubeó y no se ahogó. Aprovechó un segundo de silencio entre la tensión de los hinchas, sintió como las piernas se alivianaron y sacó un tiro con la fuerza de un pequeño país que desafió a una potencia.
No le pegó con empeine, a tres dedos, ni mucho menos con estilo. La punta de sus zapatos quedó marcada en el balón que cruzó arco y arquero, el mismo balón que lo inmortalizó en la memoria de los fanáticos del fútbol. El silencio que se había generado antes del remate, permaneció en el aire, ante la incredulidad de doscientas mil almas que dejaron de gritar.
Los carros del carnaval detuvieron su marcha alegre. Se apagó la música, cesó el baile y terminó la fiesta. Fuera, los comerciantes esperaron el pitazo final para deshacerse de sus elementos y el extenuado delantero celebró para siempre el gol que lo llevó a los libros de fútbol, al museo del Estadio Centenario y a las efemérides del 16 de Julio. El gol que le agregó una sílaba al estadio más grande del mundo, que inmovilizó a un país entero y que le dio sentido al más ninguneado recurso futbolero que existe: el puntete.
El estadio, era el Maracaná. Las gargantas, eran de hinchas brasileros. Y los botines, eran de Alcides Ghiggia, la leyenda del Maracanazo. (ALH)
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